Europa ante la encrucijada cubana: prevenir que la crisis se ahonde, acompañar la reconstrucción

Roberto Veiga González
Abogado y politólogo / Colaborador de la Fundación Alternativas

 

 

 

 

 

 

 

Europa se encuentra, una vez más, ante una disyuntiva que definirá su lugar en la historia: limitarse a observar las transformaciones globales o intervenir, con inteligencia política y sentido moral, en los procesos donde su voz puede ser decisiva. Cuba es uno de esos escenarios. La Isla atraviesa una de las crisis más profundas de su historia moderna —no solo económica, sino institucional, social y espiritual—, y lo hace sin un horizonte claro de renovación. Sin embargo, precisamente por eso, este es el momento para que la Unión Europea despliegue una política activa, responsable y anticipatoria hacia Cuba. Mi análisis, El tiempo de encontrarnos: Cuba ante la urgencia de una concertación nacional, publicado por el Centro de Estudios sobre el Estado de Derecho “Cuba Próxima”, parte de una convicción sencilla y exigente: Cuba no puede reconstruirse sola, pero nadie puede hacerlo por Cuba. El país necesita reencontrarse consigo mismo, convocar a todas sus fuerzas vivas —estatales, sociales, cívicas y culturales— en un proceso de concertación nacional que restituya la soberanía ciudadana. Esa concertación no será posible mediante imposiciones externas ni mediante la persistencia del inmovilismo interno. Requiere interlocutores responsables y un acompañamiento internacional inteligente. Ahí radica la oportunidad —y el deber— europeos.

Europa ha demostrado, en su historia reciente, una capacidad singular para acompañar procesos de transición política y reconstrucción institucional: desde Europa Central y del Este en los años noventa, hasta diversas experiencias en África y América Latina. Esa vocación de cooperación transformadora, basada en el respeto y en los valores democráticos, es precisamente lo que hoy se necesita frente a Cuba.

Sin embargo, la mayor tentación sería esperar “a que todo cambie” para entonces tender la mano. Esa espera pasiva equivaldría, en los hechos, a dejar que la crisis cubana se profundice hasta niveles de fractura irreversibles: desintegración social, aumento del éxodo migratorio, mayor pérdida de capital humano y erosión total de la confianza colectiva.

Europa no puede, ni debe, asumir ese silencio. Actuar antes de la transición, no después, es lo que distingue una política previsora de una política reactiva. La Unión Europea tiene instrumentos, legitimidad y experiencia para promover una nueva dinámica hacia Cuba, si decide hacerlo desde la responsabilidad y no desde el cálculo. Cuatro líneas de acción serían decisivas:

1. Fomentar el bienestar y la convivencia social, priorizando los sectores más golpeados por la crisis —niños, ancianos, comunidades rurales, familias desintegradas por la migración—. Invertir en cohesión social también es invertir en estabilidad futura.

2. Promover inversiones y cooperación económica que fortalezcan la iniciativa privada, la producción nacional y el empleo digno. Una política europea hacia Cuba debe apostar por el desarrollo real, no por la mera asistencia.

3. Fortalecer capacidades estratégicas mediante formación, innovación y transferencia de conocimientos en áreas clave: gestión pública, emprendimiento, derechos sociales, gobernanza local. La cooperación técnica puede ser una de las formas que contribuya a la apertura política.

4. Establecer un diálogo político y humanitario de doble vía, que involucre tanto al Estado como a la sociedad civil cubana —académicos, iglesias, comunidades locales, asociaciones profesionales—. Solo un diálogo plural puede generar legitimidad y confianza.

Estas líneas no sustituyen la responsabilidad interna de los cubanos, pero sí contribuirían a un entorno político y moral donde la concertación nacional pueda germinar.

La particularidad cubana es que la crisis del Estado no ha sido acompañada de un fortalecimiento proporcional de las fuerzas políticas alternativas. Tanto el poder como la oposición sufren de agotamiento, fragmentación y carencia de legitimidad. Pero la sociedad —en su diversidad, dentro y fuera de la Isla— mantiene un potencial político latente. Ese potencial puede convertirse en fuerza transformadora si logra articular una agenda común.

Europa puede desempeñar un papel catalizador, no imponiendo una fórmula, sino ofreciendo un espacio de reconocimiento, formación y acompañamiento. Esa acción discreta pero sostenida puede ayudar a que la ciudadanía cubana transforme su malestar en proyecto y su necesidad en responsabilidad compartida.

La cuestión cubana no debe entenderse solo como un problema latinoamericano o humanitario. Es también una cuestión europea, en el sentido más político del término. Cuba ha sido históricamente un punto de referencia moral y cultural para Occidente. Abandonarla a su suerte sería una renuncia estratégica y ética.

La Unión Europea dispone de herramientas diplomáticas, financieras y culturales que podrían contribuir al surgimiento de un nuevo contrato social cubano, si se emplean con visión. No se trata de sustituir al pueblo cubano, sino de anticipar la cooperación que toda transición necesitará: apoyar la convivencia, sostener el tejido social, abrir caminos de inversión responsable, promover una economía humanista y acompañar la creación de instituciones legítimas.

Cuba no necesita espectadores; necesita interlocutores lúcidos. Europa no puede esperar al “día después”. El tiempo político de Cuba —el de la concertación, el del reencuentro nacional— ha comenzado ya, aunque todavía sin forma visible.

El mayor aporte europeo será comprender que “acompañar antes” de la transición no le afecta políticamente, sino que fortalece su coherencia política y

moral. La historia reciente demuestra que las transiciones más exitosas fueron aquellas en que la comunidad internacional supo actuar a tiempo, no cuando ya era demasiado tarde.

Cuba merece esa oportunidad. Y Europa, si quiere seguir siendo referente de civilización y no solo de comercio, debe ofrecerla ahora.

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