Asela Pintado
En el corazón de los Balcanes, Serbia combina un legado histórico profundo, una ubicación estratégica y la necesidad urgente de consolidar su modernización. Su papel va mucho más allá de lo meramente geográfico: es, de facto, una bisagra entre Occidente y Oriente, entre la Unión Europea y los centros tradicionales de poder en Eurasia. En 2025, el país afronta una etapa decisiva, en la que su ambición de integrarse en el proyecto europeo coincide con la búsqueda de un modelo económico sostenible y una mayor proyección cultural y tecnológica.
Serbia ocupa una posición privilegiada en el mapa: conecta Europa Central y Oriental, el Adriático y el Danubio, y forma parte de rutas de tránsito que vuelven a cobrar protagonismo en un contexto global de redefinición logística. Según las estimaciones en paridad de poder adquisitivo, su PIB podría alcanzar los 255.940 millones de dólares este año, con previsiones del Fondo Monetario Internacional que sitúan el crecimiento real en torno al 3 %, y una aceleración progresiva hasta el 4,5 % en 2027. Estas cifras consolidan a Serbia como un actor económico en expansión dentro del sureste europeo, aunque todavía con importantes retos estructurales por delante.
En el terreno político, Belgrado mantiene un equilibrio diplomático complejo. Serbia es país candidato a la Unión Europea desde 2012, y las negociaciones de adhesión, iniciadas en 2014, se mantienen abiertas. En mayo de este año, el presidente del Consejo Europeo, António Costa, visitó la capital serbia para reafirmar que el país está “plenamente comprometido con su proceso de integración europea”. Sin embargo, Serbia continúa cultivando sus relaciones con Rusia y China, dos socios que le ofrecen inversiones, respaldo energético e influencia regional. Esa doble vía, pragmática y a veces ambigua, le permite margen de maniobra, pero también la expone a presiones cruzadas. Como recuerda un reciente informe europeo, su avance hacia Bruselas dependerá en buena medida de “alinearse con los valores y políticas de la Unión, incluidas las sanciones a Rusia”.
En el frente económico, el país mantiene un entorno de relativa estabilidad: la inflación se ha mantenido dentro del objetivo del banco central, en torno al 3 %, y el desempleo se sitúa por debajo del 9 %. Serbia ha logrado atraer inversión extranjera directa en sectores como la automoción, las tecnologías de la información, la energía y la manufactura, con Belgrado y su área metropolitana consolidándose como un polo industrial emergente. Su posición geográfica y el coste laboral competitivo la convierten en un punto de interés para las cadenas de valor europeas que buscan diversificar producción y reducir dependencia asiática.
Pero la transformación serbia no se entiende sin su dimensión social y cultural. En los últimos años, el país ha reducido los índices de pobreza y ha avanzado en la modernización de su administración pública, creando incluso un Ministerio de Integración Europea como reflejo político de su aspiración. En el terreno cultural, la designación de Novi Sad como Capital Europea de la Cultura en 2022 marcó un punto de inflexión. Aquella experiencia, celebrada con éxito, mostró el potencial del país para proyectar una imagen renovada y abierta.
A esta línea de apertura internacional se sumará otro acontecimiento de gran envergadura: la Exposición Internacional de 2027 en Belgrado, aprobada por el Bureau International des Expositions (BIE). El evento, bajo el lema “Play for Humanity: Sport and Music for All”, será la primera exposición de este tipo celebrada en el sudeste de Europa y una oportunidad única para mostrar la modernización urbana, el talento tecnológico y la vitalidad cultural del país. Serbia confía en que el impacto económico y de imagen que supuso para otras sedes anteriores sirva también de motor para acelerar inversiones, infraestructuras y turismo.
El futuro de Serbia se define por su capacidad para transformar la estabilidad en convergencia. Si acelera las reformas y mantiene el ritmo de integración europea, podría consolidarse como plataforma logística e industrial de referencia en el sudeste del continente. Si, por el contrario, las tensiones geopolíticas o la lentitud institucional se imponen, el país corre el riesgo de quedar atrapado en un terreno intermedio entre bloques.
Para España y para Europa, Serbia no es un actor menor. Su estabilidad y progreso son claves para la cohesión de los Balcanes, una región que sigue siendo estratégica para el control de rutas, la seguridad y los flujos migratorios. Además, el país ofrece oportunidades concretas para empresas españolas en sectores como infraestructuras, energía o tecnología, al tiempo que abre un espacio fértil para reforzar la cooperación cultural y educativa.
Serbia, en definitiva, representa hoy un punto de equilibrio en un continente que busca reordenarse. Su desafío consiste en transformar su posición geográfica —esa encrucijada entre mundos— en una ventaja real, convirtiéndose en puente antes que en frontera. La próxima década dirá si logra hacerlo, pero sus cimientos económicos, su renovada proyección cultural y la celebración de la Expo 2027 apuntan a un país decidido a ocupar un lugar propio en la Europa del futuro.
