La nueva normalidad política europea: el ascenso imparable del populismo de derechas

El ruido de fondo se ha convertido en rugido. En las últimas semanas, los sondeos han confirmado lo que hasta hace poco parecía un epifenómeno: en Reino Unido, Francia, Alemania e Italia —las cuatro economías más grandes de Europa— los partidos populistas y nacionalistas de derechas lideran las encuestas. No es ya una advertencia, sino una posibilidad real de transformación política profunda.

El ascenso responde no tanto a una moda como a una acumulación de descontentos: el éxodo de confianza institucional, el hastío ante las élites que prometen sin resolver, las migraciones reales o imaginadas, y una inflación persistente que no solo castiga bolsillos, sino expectativas. El viejo sistema político, los partidos tradicionales, los gobiernos de “centro”, parecen hoy incapaces de dar respuestas que resulten creíbles. Estamos en uno de esos momentos decisivos: si Europa no recupera su narrativa, sus instituciones y su capacidad de acción conjunta, corre el riesgo de quedar atrapada en una deriva de fragmentación, en la que el proyecto comunitario —que nació precisamente para trascender los egoísmos nacionales— se debilite hasta convertirse en una carcasa vacía.

Los síntomas son claros. En Francia, Marine Le Pen y el Rassemblement National rondan ya el 33 % de intención de voto, distanciándose con holgura de los partidos tradicionales y del centrista Emmanuel Macron, cada vez más aislado. En el Reino Unido, Nigel Farage y su Reform UK superan el 30 % mientras los laboristas de Keir Starmer se hunden en un discurso técnico incapaz de conectar emocionalmente con el electorado. En Alemania, la AfD ha adelantado en intención de voto a la CDU/CSU, una anomalía que hoy se percibe como normalizada. Y en Italia, Giorgia Meloni no solo ha resistido el desgaste natural del poder, sino que ha consolidado a Fratelli d’Italia como la fuerza dominante. Estos datos ya no pueden interpretarse únicamente como descontento con los gobiernos de turno: marcan un cambio estructural en la correlación de fuerzas, una redefinición de lo que es políticamente aceptable.

Mujtaba Rahman, director para Europa de Eurasia Grouplo resume con una claridad incómoda: los gobiernos tradicionales han fracasado a la hora de resolver los tres dolores principales que angustian al elector medio —la migración, el coste de la vida y la distancia de unas élites percibidas como ajenas a la realidad cotidiana—. Y ese vacío de credibilidad lo llenan los populistas, que no solo prometen, sino que apelan emocionalmente a quienes sienten que el sistema les ha abandonado. Lo hemos visto en Farage, con su retórica de “recuperar el control”; en Le Pen, con la idea de proteger al ciudadano francés de una globalización amenazante; o en Meloni, que ha sabido disfrazar de pragmatismo gubernamental un proyecto esencialmente identitario.

Otros analistas añaden que el fenómeno no se limita al terreno interno. El European Council on Foreign Relations advertía este junio que los partidos populistas no solo modelan ya el debate doméstico, sino que están influyendo en la política exterior: en seguridad y defensa, en las relaciones con Rusia, en la gestión migratoria exterior o en la transición energética. La advertencia institucional es reiterada: Ursula von der Leyen insiste en que el populismo amenaza la unidad europea y los valores liberales, aunque su voz suena cada vez más lejana si no se acompaña de resultados tangibles.

Lo cierto es que hay razones para explicar este auge. La migración se ha convertido en un vector simbólico de primer orden. No importa tanto la magnitud de los flujos como la percepción de pérdida de control: es, para muchos votantes, la prueba de que el Estado ha dejado de protegerlos. Los populistas saben capitalizar esa ansiedad, convertirla en narrativa de crisis permanente y, con ella, en motor electoral. A ello se suma el peso del coste de vida: inflación, precariedad laboral y servicios públicos saturados alimentan la idea de que la política ya no sirve al ciudadano medio. Y en paralelo, la hostilidad en los parlamentos y la creciente polarización afectiva —ese desprecio visceral hacia el adversario político— se han normalizado en el discurso público, erosionando el respeto institucional.

La consecuencia es un debilitamiento de los contrapesos democráticos. Los partidos de centro e izquierda, antaño muros de contención, se muestran desorientados. Un análisis reciente en Journal of Democracy señala que el declive estructural de la socialdemocracia ha dejado a Europa sin alternativas robustas frente a la derecha populista. Y ahí radica el peligro: que las democracias europeas, pese a su resiliencia, terminen cediendo terreno no por convicción, sino por agotamiento.

¿Qué futuro se vislumbra? Hay varios escenarios posibles. Uno optimista: que los partidos de centro logren reinventarse, adoptando un discurso menos tecnocrático y más empático, acompañado de políticas tangibles en materia de migración, redistribución y protección social. Otro, más plausible, es el de un populismo institucionalizado: gobiernos de corte nacionalista que, sin dinamitar de inmediato la democracia, la erosionen desde dentro, cooptando instituciones, debilitando la prensa, endureciendo políticas migratorias y cuestionando consensos europeos. Y un tercero, más extremo, sería la desintegración de facto del proyecto comunitario, reducido a un club de Estados que coordinan puntualmente sus intereses nacionales.

Mi impresión es que vamos hacia ese segundo escenario. No veo, al menos en el corto plazo, una reconquista democrática del centro político. Los partidos tradicionales no han mostrado capacidad de conectar con el electorado, y los populistas, lejos de radicalizarse, aprenden a suavizar sus formas para hacerse más digeribles en coaliciones de gobierno. El colapso de la Unión Europea me parece menos probable: hay demasiadas inercias institucionales y compromisos internacionales. Pero la legitimidad del proyecto común podría quedar gravemente tocada si los gobiernos más influyentes de Europa entran en dinámica de repliegue nacional.

No todo está perdido. Hay margen para actuar. Es imperativo que los líderes europeos reconecten con la ciudadanía, expliquen sus decisiones con transparencia, y adopten medidas concretas que alivien la presión económica sobre las familias. La gestión de la migración debe hacerse con eficacia y humanidad, evitando tanto la improvisación como los discursos catastrofistas que solo alimentan la polarización. Y la Unión, si quiere sobrevivir como algo más que un mercado común, debe demostrar que puede actuar con rapidez y cohesión en los grandes temas: energía, seguridad, defensa, cambio climático y apoyo a Ucrania.

Europa se encuentra en una encrucijada histórica. El populismo no es una anomalía pasajera, sino una fuerza estructural que ha venido para quedarse. Puede corregir excesos de las élites y obligar a repensar políticas olvidadas, pero también puede abrir grietas profundas en las democracias liberales y deshacer, lentamente, lo que ha sido la construcción política más ambiciosa del siglo XX. La cuestión ya no es si el populismo gobernará, sino cómo gobernará y con qué consecuencias. Y ahí, la responsabilidad es de todos: de los partidos tradicionales que deben reformarse, de las instituciones que deben resistir, y de una ciudadanía que, aunque cansada, aún tiene en sus manos la decisión de qué Europa quiere para el futuro.

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