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En el 108º aniversario del Genocidio Armenio

Ricardo Ruiz de la Serna

Profesor de Historia del Mundo Actual en la Universidad CEU-San Pablo y autor de “El Genocidio armenio”

 

Este año se cumplen 108 años del Genocidio Armenio, la destrucción de las comunidades armenias en el Imperio Otomano desde la costa mediterránea hasta Armenia Oriental incluidas las seis provincias de la Armenia histórica dentro del Imperio Otomano: Van, Erzurum, Harput, Bitlis, Diyarbekir and Sivas. La redada masiva contra los intelectuales armenios de Constantinopla -entre ellos, por ejemplo, el gran músico Komitas Vardapet- y el incendio de Esmirna, marcan simbólicamente el inicio y el final de lo que los armenios han llamado el “Aghet” o “la catástrofe”. El régimen de los Jóvenes Turcos, y en particular el triunvirato del Comité Unión y Progreso formado por Enver Pasha, Kemal Pasha y Talat Pasha, acabó con la vida cultural, económica y política del primer pueblo en convertirse al cristianismo. El Museo-Instituto del Genocidio Armenio cifra en un millón y medio los muertos. Las consecuencias -por ejemplo, el desequilibrio demográfico producido por la matanza- perduran hasta nuestros días.

 

El camino que condujo al Genocidio partió de las “Masacres Hamidianas” entre 1894 y 1896 y pasó por la Matanza de Adana de abril de 1909. El ascenso de doctrinas nacionalistas como el panturanismo y el panturquismo fueron allanando el camino para el genocidio. La propaganda presentaba a los armenios como traidores, enemigos de la patria y conspiradores. Los cristianos siriacos y los griegos del Ponto sufrieron parejos destinos. En el imperio soñado por los militares y los poetas nacionalistas, las minorías cristianas y, en particular, los armenios eran considerados como cuerpos extraños.

 

La entrada del Imperio Otomano en la Gran Guerra brindó la oportunidad de acelerar el proceso de destrucción de los armenios. En una combinación de instrumentos públicos y secretos, se dispusieron los medios para exterminar a un pueblo: leyes que los privaban del patrimonio so pretexto de “protegerlo”, unidades paramilitares que ejecutaban órdenes de matar, traslados forzosos de civiles que, después, eran abandonados en el desierto para que muriesen de hambre y sed, matanzas de intelectuales que pudieran sostener la identidad nacional armenia, esclavitud y matrimonios forzados para las mujeres, conversiones forzosas al islam… El Genocidio Armenio prefigura el imaginario de los horrores de nuestro tiempo: los pelotones de soldados que arrasan pueblos, los trenes que conducen a las víctimas a una muerte segura, las detenciones sin garantías ni juicio, el hambre y la sed como eficaces formas de matar en masa.

 

Pero los armenios del Imperio Otomano no fueron a la muerte como ovejas al matadero. Allí donde pudieron resistir, combatieron con valor. La resistencia armenia en el verano de 1915 inspiró a Franz Werfel su gran novela “Los cuarenta días del Musa Dagh” (1933). Hubo testigos que registraron el horror que se mostraba ante sus ojos; por ejemplo, soldados alemanes al servicio del Imperio Otomano, misioneros cristianos y diplomáticos. También hubo héroes que se negaron a presenciar el crimen sin actuar. Por ejemplo, Al Husayn Ibn Ali, jerife de La Meca, emitió un decreto pidiendo que se protegiese y ayudase a los armenios. En Armenia Oriental, donde la resistencia detuvo la ofensiva final otomana en la batalla de Sardarapat (1918), la vida armenia pudo mantenerse.

 

En el Imperio Ruso y la Unión Soviética, en Persia, en Francia, en la Argentina y en los Estados Unidos, los supervivientes no olvidaron su sufrimiento.

 

El Genocidio Armenio, perpetrado hace ahora 108 años, sigue extendiendo su sombra sobre nuestros días. Es responsabilidad de las democracias de nuestro tiempo evitar que la historia del genocidio se repita con este pueblo o con cualquier otro.

 

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Alberto Rubio

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