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Grecia y la memoria histórica: lecciones que aprender

Ioannis Tzovas

Embajador de Grecia

 

Los pasados días 10 y 11 de noviembre la Embajada de Grecia, para celebrar el bicentenario de la Revolución de 1821, organizó dos jornadas consecutivas cuyo fin era dar tribuna a historiadores y filólogos españoles, que visibilizaron y pusieron en valor los lazos históricos que unen a los pueblos griego y español ante un auditorio lleno en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.

 

La Revolución griega tuvo muy buena acogida entre la opinión pública española en la época del Trienio Liberal, según nos descubrió la doctora Eva Latorre Broto en sus investigaciones sobre el precoz filohelenismo español de aquel entonces, al que define como genuino, político, revolucionario, liberal, entusiasta, fraternal, solidario y desligado de cualquier connotación religiosa. Esta investigadora nos reveló a uno de los combatientes españoles filohelenos más importantes que se implicaron en la revolución, José García de Villalta (Sevilla 1801 – 1846), que luchó en Grecia por sus ideales liberales y que más tarde sería nombrado Encargado de Negocios en Atenas, pasando sus últimos años de vida como diplomático en la capital helena.

 

Más allá del apoyo que el movimiento filohelénico mundial ofreció generosamente a los revolucionarios griegos, cabe destacar que el pueblo griego a comienzos del siglo XIX estaba ya constituido sobre la base de la lengua común (griego moderno) y de la religión compartida (cristianismo ortodoxo). La Ilustración griega, todo un movimiento ideológico de intelectuales y de comerciantes griegos esparcidos por toda Europa, había preparado el terreno, los espíritus y la opinión pública internacional al ver en la Revolución griega un movimiento genuino por la libertad y por la creación de un nuevo Estado independiente. Los revolucionarios griegos eran conscientes de que compartían un pasado histórico común que venía de muy antaño, desde las ruinas del ágora, pasando por Alejandro Magno y llegando hasta Bizancio. De esta manera, muchos griegos se consideraban continuadores de esta tradición, historia y bagaje cultural heredados.

 

Por supuesto, no se pretende que los griegos contemporáneos sean descendientes directos de los griegos antiguos, de Pericles o de Tucídides. No es una cuestión de continuidad sanguínea, es decir, biológica, sino de querer ser el continuador de una historia que se asume como propia, de considerar ese pasado como suyo. En este sentido, hay un suceso que recoge Ioannis Makriyannis, un luchador por la independencia griega que, analfabeto, aprendió a escribir ya de mayor solo para dejar constancia de sus memorias:
«Yo tenía dos estatuas, dos estatuas muy bonitas, casi perfectas: una mujer y un príncipe. Estaban esculpidas tan perfectamente que se veían las venas. Cuando perdimos una batalla, unos soldados míos cogieron estas estatuas y se pusieron a negociar con unos europeos para venderlas. Pedían muchísimo dinero. Los europeos estaban a punto de comprarlas y entonces les dije a mis soldados: Estas estatuas, incluso si estos europeos os ofrecieran un millón, no las dejéis salir de Grecia, porque por estas piedras y estas estatuas estamos luchando».

 

Seferis, premio Nobel de Literatura y diplomático griego nacido en Esmirna, en su ensayo llamado «Un griego: Makriyannis», que escribió aprovechando extractos de las memorias de este militar, comenta que la persona que pronunció justamente estas palabras no fue Lord Byron, ni una persona culta o un arqueólogo, sino un hijo de pastores iletrado: «Por estas piedras luchamos». Makriyannis demostró con esta afirmación que se sentía como el último eslabón de una larga tradición y todavía más larga historia.

 

El Estado griego moderno, que se fundó tras la culminación de una lucha armada, comprendía solamente el Peloponeso, una pequeña parte de Grecia continental y las Cícladas. La población de este nuevo Estado apenas sumaba 800.000 griegos. En cambio, los griegos en aquella época superaban los 4 millones. La mayoría de ellos se encontraba fuera de las fronteras del Estado recientemente creado y los propios griegos consideraban aquellas fronteras conseguidas tras el éxito de la revolución como provisionales. La diáspora vivía por toda Europa, sobre todo en ciudades costeras, en la Europa oriental, en el Mar Negro y en ciudades que actualmente pertenecen a Turquía, como Esmirna, Estambul o Trebisonda. Fue la primera vez en la historia moderna que los griegos tuvieron un núcleo nacional, siendo el primer pueblo balcánico que declaró su independencia y que creó su propio Estado completamente independiente, fracturando al Imperio otomano. A partir de esta desmembración del Imperio otomano, Grecia fue formando su territorio por etapas con base en dicho núcleo y, durante un siglo, los griegos fueron recuperando territorios en detrimento del Imperio otomano, hasta alcanzar la actual extensión territorial de 132.000km2. Este proceso de crecimiento del país de forma paulatina a través de nuevas incorporaciones territoriales explica lo que hoy se reconoce como la disputa o la discrepancia entre Grecia y Turquía.

 

En este contexto se formuló la Gran Idea, es decir, la creación de un Estado que englobara a la mayoría de los griegos dentro de sus fronteras. La meta de este proyecto político no era ese Estado pequeño, sino crear un Estado moderno que abarcara a la mayoría de las poblaciones griegas que habitaban partes de Asia Menor y la península balcánica. Sin embargo, la Gran Idea se hundió en 1922 en el puerto de Esmirna, entre barcos griegos incendiados y las llamas del barrio griego de la ciudad. La denominada «catástrofe de Esmirna» marcó la conciencia griega moderna del siglo XX, fue una derrota que puso el punto y final al proyecto político de expansión territorial. Sin embargo, los griegos supieron olvidar, vivieron el luto y prescindieron de esa idea. Hicieron su duelo sobre Asia Menor.

 

En ese mismo año, junto con la muerte de la Gran Idea en Esmirna, Grecia y Turquía decidieron y firmaron el intercambio obligatorio de poblaciones, en virtud del cual 600.000 turcos se desplazaron a Turquía y 1.600.000 griegos, casi el triple, a Grecia. Es decir, que todos los cristianos griegos de Asia Menor se mudaron a Grecia y todos los musulmanes de Tracia y Macedonia se desplazaron, en sentido contrario, a la península de Anatolia. Este intercambio obligatorio de poblaciones, el primero en la historia moderna y de tal alcance, por doloroso e inhumano que fuera en su momento, se probó a la larga como factor estabilizador y homogeneizador, al menos, de la población griega. Aparte de este intercambio con Turquía, en esa misma época tuvo lugar asimismo otro, aunque esta vez con Bulgaria y de carácter voluntario, por lo que se concluye de ambos intercambios que la población griega se cohesionó y se uniformó.

 

Parece cruel y cínico afirmar que cuando se separan poblaciones étnicamente distintas aumenta la estabilidad, porque los focos de fricción entre las diferentes culturas disminuyen. Basta con pensar en las dos únicas regiones en las que no hubo intercambio de población entre Grecia y Turquía, es decir, en Chipre y en Tracia occidental: en ambos territorios, la convivencia entre griegos y turcos, entre ortodoxos y musulmanes, no fue siempre fácil, pues hubo guerras, disputas o, al menos, fricciones. ¿Podría definirse esto como limpieza étnica o como pragmatismo de separación de poblaciones en conflicto? Y, ¿podría servir, por ejemplo, en los Balcanes actuales?

 

En los Balcanes hay exceso de memoria histórica, o, según la cita atribuida a Churchill, «los Balcanes producen más historia de la que son capaces de consumir». Es en España sobre todo donde más se habla del concepto de memoria histórica. El que firma este artículo representa un país que vivió, justo después de la Segunda Guerra Mundial, una guerra civil muy sangrienta entre 1946 y 1949 que, como sabemos, alcanzó dimensiones internacionales con el involucramiento de potencias extranjeras. Grecia también tiene un pasado de guerra civil y muchos cadáveres enterrados de forma improvisada en sus montañas.

 

El olvido histórico puede ser un valor para avanzar. Hay demasiada historia en los Balcanes y demasiados acontecimientos que no se pueden olvidar, pero justamente lo que hace falta es saber perdonar y olvidar porque, a veces, la propia historia supone un obstáculo al avance del presente. Según dicen, “ni olvido, ni perdón”, pero para poder desprendernos del pasado y poder progresar hay que saber olvidar y perdonar, eso sí, de forma deliberada, creativa y constructiva, y no olvidar por omisión o sin conciencia. Cabe mencionar al respecto el llamado «Elogio del olvido: las paradojas de la memoria histórica», del periodista e historiador americano David Rieff, un ensayo polémico en torno a la idea de que el culto a la historia constituye un obstáculo a su propio avance. Al fin y al cabo, recordar es un proceso humano, por lo que toda memoria es selectiva y, por ende, todo olvido también lo es. Es nuestro deber escoger lo que retendremos y lo que olvidaremos en aras del progreso.

 

Tras doscientos años de altibajos, revoluciones, rebeliones, cambios y de atravesar la odisea que supuso la creación desde cero del Estado griego moderno, Grecia ahora es un país plenamente europeo. Ingresó en la Unión Europa (1981) antes que España y Portugal (1986). Ha ejercido la presidencia del Consejo Europeo cinco veces, y pertenece a las alianzas y organizaciones mundiales más potentes. Grecia siempre tuvo vocación europeísta y occidental, aunque fuera un anexo oriental en occidente. Al fin y al cabo, los griegos pertenecemos a la civilización occidental, pero estamos ubicados en el extremo oriente de Europa; somos europeos, pero no somos como la mayoría de los europeos cristianos, protestantes o católicos, sino que somos ortodoxos. Entre los ortodoxos, no formamos parte de la mayoría de los ortodoxos que son eslavos, sino que somos un pueblo no eslavo dentro de la ortodoxia. Somos balcánicos y la inmensa mayoría de los pueblos balcánicos son eslavos, pero nosotros no lo somos. Finalmente, geográficamente pertenecemos al mediterráneo oriental, pero no somos musulmanes, como lo es la mayoría de los habitantes de la cuenca mediterránea oriental.

 

Hoy día, los retos que enfrenta Grecia han cambiado, pues no tienen nada que ver con nuestra extensión territorial, dado que nuestras fronteras están asentadas y son inamovibles, por lo que ya dejamos de ser un país conflictivo a este respecto. Hemos madurado como país y, aunque no reivindicamos nada de nuestros vecinos, tampoco concedemos. De esta manera, los retos contemporáneos a los que hacemos frente son el desarrollo social y económico, una mejor integración en una UE que debe fortalecerse, la seguridad nacional o la migración, entre otros. Grecia es un país europeo de paz, de propuestas conciliadoras y siempre partidaria de encontrar soluciones pacíficas y duraderas en su entorno.

 

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Alberto Rubio

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