El placer más pasajero que acompaña al otoño es, sin duda, el Melocotón de Calanda. Regulado bajo Denominación de Origen Protegida (DOP), tiene la reputación de ser el mejor del país. La naturaleza, para que saboreemos cada fruto como es debido, ha decretado una campaña enojosamente corta, que abarca desde finales de agosto a primeros de noviembre. Prácticamente dos meses para disfrutar de cada bocado.
¿Qué hace de esta fruta un producto gourmet de calidad exclusiva? La variedad se reconoce por su gran tamaño, que le confiere vistosidad, y una tonalidad inédita que oscila entre el color crema y el amarillo pajizo. En boca se aprecia una textura carnosa, un gusto muy dulce y un aroma de lo más evocador, que lo hace sumamente reconocible. El proceso de producción es exigente hasta el extremo. En primer lugar, se realiza un doble aclareo, una criba que elimina un alto porcentaje (70% del producto). Gracias a este sacrificio obsesivo, “los árboles tienen más fuerza y los melocotones pueden crecer más”. La segunda etapa añade al cultivo un aire inconfundible, pues cada melocotón se embolsa, uno a uno, para protegerlo de agentes externos y efectos de productos fitosanitarios. El proceso suele hacerse en julio y a mano, con todo el mimo del mundo, para cosechar un fruto que no tiene rival.
Y aquí no queda la cosa. Aún hay que llevar a cabo otra selección, pues solo se comercializan los que cumplen con un calibre de 76 mm, una dureza de 3kg de presión y un dulzor de 12 grados Brix de azúcar, como mínimo. No en vano, Ana Omede reconoce que “es una apuesta por la calidad, no por la cantidad. Al final nos quedamos con un 15 o 20% del producto”. Precisamente por ese carácter excepcional, su distribución se limita a España y a contados países de Europa. El transporte más allá de esas fronteras desvirtuaría su excelencia, echando a perder un trabajo tan riguroso.
La gastronomía española le brinda una reverencia merecida, tanto al natural, como en postres y platos que aprovechan sus propiedades al máximo. Y el resultado compensa, pues cada año son más los que esperan, impacientemente, el momento de su cosecha.
Visitar Alcañiz y toda su tradición sin alojarse en el Parador es una experiencia dolorosamente incompleta. ¿Cómo no empaparse del pasado de este singular edificio? El castillo-convento de los siglos XII-XIII aún conserva la torre del homenaje, el campanario, la sacristía y la parte reconvertida en palacio aragonés. El conjunto se completa con la belleza serena de sus murales góticos, el sepulcro plateresco, la fachada barroca y los paseos por su delicado jardín.
A la hora de reponer fuerzas, es más que recomendable degustar el exquisito jamón de la zona, la trufa negra, el aceite de oliva del Bajo Aragón, el azafrán de Jiloca, los dulces tradicionales… Y como sugerencias más destacadas, las alubias de El Pilar, las borrajas, el ternasco de Aragón, el bacalao a la baturra, el jamón de Teruel y, cómo no, el melocotón de Calanda.
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