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Un amanecer del Camino de Santiago en el Cebreiro

 

Foto y texto: Antonio Colmenar.

 

El Camino de Santiago es el primer itinerario cultural y religioso que surgió en Europa. ¿Qué hace que este peregrinaje hasta lo más interior del ser humano sea para muchos la experiencia de su vida? La respuesta empieza en las oscuridades de la Edad Media, cuando Aymeric Picaud, un joven monje de Cluny, elaboró en el año 1160 la primera Guía de los peregrinos con el itinerario francés –el más conocido de los caminos que convergen en Santiago- y unos consejos prácticos para una ruta llena de peligros, leyendas y penurias que tenía un único objetivo, venerar los restos del apóstol Santiago en una ciudad que nació en el bosque Libredón y que con el tiempo se llamaría Compostela.

 

Los Montes Encendidos, el nombre que pusieron los griegos a la cordillera pirenaica, son el primer desafío para el peregrino del siglo XXI. Desde la pequeña localidad francesa de Saint Jean Pied de Port empieza la ruta jacobea a través del monte Cize.

 

La ruta de entrada a España, llamada Napoleón en recuerdo de la invasión liderada por el emperador galo hace 200 años con su Grande Armée, te adentra en las leyendas que se narran en el cantar épico de la Chanson de Roland. La fuente en la que bebía este caballero mitológico sigue surtiendo de agua al peregrino y el embrujo del bosque de hayas que hay que cruzar para llegar a Roncesvalles recuerda al viajero que aquellos árboles son el ejército de más de 50.000 doncellas que reclutó otro emperador, Carlomagno, para vengarse de los árabes que habitaban en la ciudad de Zaragoza.

 

El itinerario navarro es un sinfín de bosques de pinos, álamos y robles con dos dificultades considerables. El alto de Erro, cerca de Pamplona, sumerge al visitante en el mundo perdido de ogros, brujas y gigantes en el que vivía Errolán, el popular lanzador de menhires de la mitología vasconavarra. La segunda está camino ya de Estella, cuando uno cruza el alto del Perdón, donde la leyenda ubica al demonio tentando al peregrino para que desista en su empeño y vuelva a su ciudad de origen.

 

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La fuente en la que bebía el caballero mitológico Roland sigue surtiendo de agua al peregrino

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El pedregoso y difícil descenso hacia la localidad de Puente la Reina deja, como contrapartida, la visión de su famoso puente, el más bonito del Camino, una joya de los canteros medievales erigida en tiempos de Sancho el Grande como prueba de amor a su mujer y donde la ruta aragonesa se fusiona con la francesa. Luego el Camino se dirige hacia Logroño por la antigua calzada romana que cruza el río Salado.

 

La Rioja sigue mostrando al visitante el mismo paisaje de suaves llanuras, perfil ondulante y multitud de viñedos donde pasaron sus vidas dos de los promotores del Camino: Domingo de la Calzada y Juan de Ortega, convertidos en santos tras dedicar sus días a erigir puentes, hospitales e iglesias para los peregrinos del medievo.

 

El sendero compostelano se adentra luego en los montes burgaleses de Oca. Este enclave montañoso, los tenebrosos Nemus Oque para los romanos, era un lugar de asaltos, bandidaje y bestias salvajes para aquellos que osaban cruzarlo en su camino hacia Burgos. La antigua capital de Castilla, tan vinculada al Cid, da paso a una extensa llanura y la eterna soledad de la Tierra de Campos, en la que sobresalen los arcos del convento de San Antón, bajo los cuales pasa el Camino en un homenaje silencioso a la comunidad de monjes que curaba a los enfermos de la lepra y otros padecimientos.

 

De allí a Castrojeriz sólo hay unas leguas que desembocan en uno de los trazados urbanos medievales más cautivadores del Camino. Las dos tétricas calaveras situadas a los pies de la iglesia fortaleza de San Juan, con sus advertencias en latín -“O mors. O eternitas”-, encogen el corazón del peregrino antes de ascender el monte de Mostelares, la frontera natural entre Burgos y Palencia, entre los antiguos reinos de León y de Castilla.

 

La monotonía del paisaje palentino ha sido siempre una tortura para el peregrino que va a pie, pero la visión de la iglesia románica de San Martín de Frómista, repleta de imágenes alegóricas y escenas apocalípticas, y la llegada a Carrión de los Condes supera las expectativas del caminante.

 

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La tradición obliga al peregrino a dejar un presente en la célebre Cruz de Hierro

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La subida al monte Irago y su célebre Cruz de Hierro adentran a uno en el Bierzo leonés. La tradición obliga a cada peregrino a dejar un presente y tras unos kilómetros de descenso se llega a las ruinas del poblado de Manjarín, donde un grupo de reencarnados templarios ofrecen la hospitalidad y atenciones de sus antepasados de esta orden, que en Ponferrada construyó un castillo lleno de misterios, uno de los más espectaculares que se pueden ver en España.

 

Tras cruzar la bucólica localidad de Villafranca, el peregrino se dirige al Cebreiro, el mítico Mons Februari que sirve de puerta de entrada a Galicia. Más bien es la puerta al cielo, pues muchos días las nubes se posan en sus laderas formando un océano blanco que rivaliza en belleza con las ‘pallozas’ o casas tradicionales de las montañas de Lugo. Pero antes de llegar a ellas hay que superar sus empinadas rampas, las más extenuantes de todo el Camino.

 

Una vez que se inicia el descenso a la meseta lucense, el viajero se adentra en unas pintorescas aldeas que se han parado en el tiempo. Urbes de mayor tamaño como Triacastela, Samos, Portomarín o Palas de Rey son el contrapunto perfecto a los acogedores parajes que muestran los cruceiros, las corredoiras y los hórreos gallegos, esas curiosas paneras donde se guardaban los alimentos al abrigo de la humedad.

 

Las señales amarillas y los mojones que acompañan al peregrino desde Sant Jean Pied de Port terminan a los pies de la catedral de Santiago, en la plaza del Obradoiro, pero unos kilómetros antes, en Melide, se encuentra el restaurante Ezequiel, famoso por servir el mejor pulpo a la gallega de la ruta.

 

 

Antonio Rodríguez

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