RESUMEN
La relación entre África y Europa parece estar deteriorándose justo cuando más necesaria es. A pesar de los esfuerzos europeos para establecer una alianza intercontinental, por parte africana subsisten recelos. Otras potencias aprovechan este espacio para reforzar su presencia en África. Las herramientas que la UE utiliza para mejorar su posición respecto al continente no están dando los frutos deseados, posiblemente porque parten de errores de concepción.
Raimundo Robredo Rubio / IEEE
África puede ser una gran oportunidad para Europa. Un continente joven, con recursos enormes (algunos de ellos indispensables para nuestra anhelada transición energética), y con un gran potencial de crecimiento. Es la última frontera de la globalización, el último rincón del planeta sin integrar plenamente en las cadenas de valor globales. Y sabemos por experiencia que cuando un país se incorpora a la gran fábrica mundial su prosperidad se acelera y su pobreza se desploma. China o India deberían bastar como ejemplos, aunque hay muchos más. A diferencia de lo que sucedió con la incorporación a la globalización de Asia o América Latina, Europa estaría a las puertas de la transformación de África.
Para hacer realidad ese futuro posible, la Unión Europea ha utilizado las herramientas que conoce. En materia política, impulsamos la democracia y los derechos humanos financiando y apoyando a las sociedades civiles locales y sancionando a los incumplidores graves. En el terreno económico, firmamos Acuerdos de Asociación Económica (EPA, según sus siglas en inglés) y ofrecemos ayuda al desarrollo. En materia de seguridad, desplegamos nuestras propias misiones de entrenamiento o financiamos las misiones de la Unión Africana (UA). Gobernando todas estas acciones, mantenemos un diálogo permanente entre la Unión Europea y la Unión Africana, con cumbres cada tres años.
Los resultados son, por desgracia, magros. Muy por debajo de lo que cabría esperar de los recursos políticos y económicos invertidos. Cuando Rusia invadió Ucrania descubrimos que la mitad de países africanos ni siquiera eran capaces de votar con nosotros en la Asamblea General de Naciones Unidas para condenar la agresión. Es evidente que lo que hacemos no funciona como debería y que deberíamos hacer cambios. En las líneas que siguen veremos qué está fallando en los niveles político, económico, de seguridad y de política exterior, y qué podríamos hacer para remediarlo.
Las fronteras de la política: el retroceso de la democracia en África
Mo Ibrahim es un multimillonario sudanés creador de un imperio de telecomunicaciones. En 2006, decidió crear una fundación que lleva su nombre y se dedica a promover la democracia en África. La Fundación Mo Ibrahim otorga anualmente un premio a los jefes de Estado africanos que abandonan el poder pacíficamente tras perder las elecciones, habiendo gobernado democráticamente y con respeto a la separación de poderes. El premio está dotado con cinco millones de dólares, más un sueldo vitalicio de 200 000 dólares anuales, todo ello concebido como un incentivo para promover la alternancia pacífica. En los diecisiete años que han pasado desde la creación del premio, se ha otorgado solo siete veces y se ha declarado desierto las otras diez. El último laureado, en 2020, fue Mahamadou Issofou, presidente de Níger, que abandonó voluntariamente el poder tras dos mandatos. Su sucesor electo, Mohamed Bazoum, fue depuesto en julio del pasado año 2023 por un golpe de Estado.
Además de este premio, la Fundación Mo Ibrahim publica anualmente un Índice de Gobernanza en África. Durante diez años, el índice reflejó tímidos pero sostenidos avances. Desde 2016, lo que recoge es un lento declive de la institucionalidad democrática en el continente, que previsiblemente se acelere en el informe de 2023, y que ha visto varios golpes de Estado.
Tras las involuciones autocráticas que siguieron a la «Primavera Árabe», la inestabilidad en el Sahel ha producido una serie de golpes de estado en Mali (2020 y 2021), Guinea (2021), Sudán (2021), Burkina Faso (2022) y Níger (2023). En Chad la muerte en circunstancias extrañas de Idriss Deby en 2021 fue seguida por la proclamación inmediata, al margen de cualquier cauce institucional, de su hijo como presidente de la República. En agosto de 2023, el presidente de Gabón, Omar Bongo, fue depuesto por su propia guardia presidencial y sustituido por el general Oligui. En algunos de estos casos, como los de Chad o el propio Gabón, no asistimos a un golpe contra una democracia, sino a la sustitución de una autocracia por otra. En Níger o Burkina Faso, sin embargo, los Gobiernos depuestos habían sido democráticamente elegidos (con todas las deficiencias que se quiera, pero de forma razonablemente legítima) pocos meses antes.
La Unión Africana adoptó en 2007 la Carta Africana sobre Democracia, Elecciones y Gobernanza que prohíbe las «transmisiones no constitucionales del poder». En aplicación de esa carta se ha suspendido el derecho de voto en la UA a Burkina Faso, Guinea, Sudán, Mali, Níger y Gabón, pero no a Chad o a dictaduras totalitarias como Eritrea (donde el poder no se transfiere nunca, ni democráticamente ni de ninguna otra manera). Esas medidas y otras sanciones aparejadas no han tenido efecto sobre los Gobiernos ilegítimos de los países señalados. En los casos de Mali, Burkina Faso, la República de Guinea y Níger, la organización regional a la que esos países pertenecen, la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO, o ECOWAS, según sus siglas en inglés) adoptó severas sanciones e incluso amenazó, en el caso de Níger, con una intervención militar. Ninguna de estas medidas, continentales o regionales, ha logrado impedir la consolidación en el poder de los Gobiernos golpistas en todos los casos señalados. A la vez, en los últimos tres años, hemos visto cómo Etiopía descendía a los horrores de una guerra fratricida, Mozambique veía nacer una insurgencia yihadista en el norte del país, la República Democrática del Congo (RDC) volvía a tener que hacer frente a un conflicto armado en sus regiones fronterizas con Ruanda y los conflictos de la República Centroafricana y Libia se enquistaban.
Entre 2017 y 2021, fui director general para África del Ministerio de Asuntos Exteriores. En ese periodo se redactó el III Plan África, que planteaba una disyuntiva que sigue vigente. El crecimiento demográfico de África va a transformar el continente. Esto no es algo en lo que podamos influir: ya está sucediendo. La actual población del continente, de unos 1300 millones de personas, se doblará en los próximos treinta años. En 2050 la población de África estará en torno a 2500 millones de personas y una de cada cuatro personas del planeta será africana. Para cuando acabe el siglo, las proyecciones del Fondo de Naciones Unidas para la Población estiman que la proporción se elevará a uno de cada tres habitantes del planeta. Este crecimiento demográfico es, en sí mismo, un potente multiplicador que hará que todo lo que viene de África adquiera redoblada fuerza. Lo bueno y lo malo. El III Plan África identifica este fenómeno como «un desafío y una oportunidad», porque de África emanan tanto vectores negativos (yihadismo, inestabilidad, migración irregular, tráficos ilegales) como positivos (juventud, crecimiento económico, recursos naturales estratégicos, innovación). Ante esa bifurcación en el camino, el Plan era optimista, y había razones para ello. En 2019 se produjeron elecciones democráticas en la República Democrática del Congo por primera vez en su historia y, a pesar de que todo apunta a que el candidato más votado no fue el finalmente proclamado ganador, lo cierto es que se produjo una alternancia pacífica en el poder, algo que RDC nunca había conocido. El conflicto en el Sahel seguía haciendo estragos, pero todos los países de la región se habían unido para combatirlo y el apoyo occidental era sólido y militarmente significativo. Incluso Boko Haram se había dividido en dos, y su líder histórico, Abubakar Shekau, había podido por fin reencontrarse con su Creador. Una de las más duraderas autocracias del continente, la de Robert Mugabe en Zimbabue, terminó con un golpe de Estado seguido de elecciones (muy imperfectas, pero preferibles a las farsas que orquestaba Mugabe). En Kenia, las elecciones de 2022 desembocaron en una transmisión pacífica del poder, superando los temores a incidentes violentos, como los que se saldaron con más de cincuenta muertes tras las elecciones de 2017. Quizá el más llamativo ejemplo del avance de la institucionalidad en África fue la repetición de las elecciones en Malawi en 2020. Un año antes se habían celebrado elecciones ganadas por Peter Mutharika. Su opositor, Lazarus Chakwera, denunció fraude ante el Tribunal Constitucional, que estimó la reclamación y ordenó la repetición de elecciones. Casi un año después de haber sido proclamado presidente, Mutharika aceptó someterse a nuevas elecciones, que perdió. Chakwera accedió a la presidencia en un traspaso pacífico de poderes. En el plano de seguridad, el despliegue en el Sahel cosechaba victorias frente al Estado Islámico y el conflicto en República Centroafricana parecía extinguirse. Económicamente, África crecía a buen ritmo y los crecientes precios de las materias primas significaban para la mayor parte de países africanos más recursos para hacer frente a las demandas de su creciente población. Ante la disyuntiva que el Plan África se planteaba, la respuesta era prudentemente optimista, porque había razones para ello.
En apenas cinco años hemos pasado de ese cauto pero ilusionado optimismo a la actual situación de inestabilidad. ¿Qué ha pasado? La pandemia del covid-19 en 2020 afectó con particular dureza a África. No en términos de salud, pues su joven población resistió el virus mucho mejor de lo que lo hicieron Europa, Asia o América. El impacto económico de la pandemia, sin embargo, hizo estragos en el continente. Cuando empezaba a recuperarse, la agresión rusa a Ucrania provocó un aumento de los precios de alimentos, fertilizantes y petróleo que, de nuevo, afectó con particular dureza a los países africanos más pobres. El III Plan África identificaba como estratégicos a tres países ancla: Sudáfrica, Nigeria y Etiopía. Estos países eran polos de crecimiento y estabilidad para sus respectivas regiones. Cinco años después, Etiopía se ha transformado en un foco de inestabilidad, Nigeria ha sido incapaz de impedir un golpe de Estado en su vecino del norte y Sudáfrica se retrae cada vez más sobre sí misma. La Unión Europea prácticamente ha salido del Sahel y Mali se apoya en mercenarios de Wagner para hacer frente a un yihadismo cada vez más agresivo y exitoso. La Cumbre ministerial UE-UA, prevista para noviembre de 2023, ha sido pospuesta. Al parecer, no había suficiente apetito por ninguna de las dos partes. Las guerras en Ucrania e Israel parecen absorber todo el ancho de banda de Occidente, e incluso China pierde fuelle financiero en África. Justo cuando el continente empieza a encontrar su voz en el escenario global (volveré sobre esto más adelante), parece que otras cuestiones acaparan la atención del planeta. En Addis Abeba, sede de la Unión Africana, hay un mantra que se repite machaconamente: soluciones africanas a problemas africanos. Pues bien, los últimos años muestran la incapacidad de los africanos de solucionar sus propios problemas. Los conflictos se enquistan, la democracia retrocede y las instituciones regionales y continentales son impotentes para revertir esta tendencia.
Aunque las razones para el optimismo hayan ido diluyéndose, la pregunta que planteaba el III Plan África sigue vigente: ¿será África dentro de diez o veinte años el joven continente de oportunidades que a veces se vislumbra o será un permanente foco de inestabilidad del que sus propios habitantes intentan huir? Esta pregunta importa, principalmente porque su respuesta condicionará las vidas de millones de africanos, pero también afectará a las nuestras. Lo que sucede en África no son —ya no son— lejanas noticias de un continente exótico. La indiferencia ha dejado de ser una opción.
© Este análisis es parte del publicado originalmente en el Instituto Español de Estudios Estratégicos. Si desea leerlo en su integridad siga este enlace
Raimundo Robredo Rubio
Diplomático español
Desde enero de 2022 es embajador de España en Sudáfrica. Nacido en Oviedo en 1971, es licenciado en Ciencias Empresariales e ingresó en la Carrera Diplomática en 2001. Entre 2017 y 2021 fue director general para África en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y con anterioridad ocupó distintos destinos en el exterior, en concreto como primer secretario de la Embajada española en Tokio, y después como consejero en Pretoria y ‘número dos’ en la Embajada en Dakar. De 2012 a 2014 fue vocal asesor para asuntos de África, Asia y Naciones Unidas en el Departamento de Internacional de la Presidencia del Gobierno; y entre 2014 y 2017 ocupó la segunda jefatura de la Embajada de España en Chile.