El despliegue militar de Estados Unidos en el Caribe, con el USS Gerald R. Ford como buque insignia, marca un punto de inflexión en la política de Washington hacia Venezuela. No es un movimiento menor: portaaviones, destructores, aviones de ataque, fuerzas especiales y una dotación de tropas que recuerda más a un teatro de operaciones que a una maniobra disuasoria. A ello se suman las afirmaciones públicas de altos cargos de la Administración Trump, la designación del llamado Cartel de los Soles como organización terrorista y los informes sobre operaciones encubiertas autorizadas. El conjunto sugiere que Estados Unidos se aproxima —si no lo ha hecho ya— a una estrategia de cambio de régimen.
La condena internacional hacia Nicolás Maduro es amplia y, desde luego, fundamentada. Su deriva autoritaria, las elecciones falsificadas, la destrucción económica y el éxodo de millones de venezolanos constituyen uno de los desastres humanos más graves de la región en generaciones. Todo ello, sin mencionar la creciente infiltración de redes criminales transnacionales y la erosión institucional intencionada. Pero que Maduro deba marcharse no implica que cualquier método para precipitar su caída sea deseable o prudente.
Varios analistas, entre ellos Ian Bremmer, han insistido en que la estrategia actual de Washington combina una presión militar intensificada con canales diplomáticos abiertos. Esa dualidad, característica del estilo negociador de Trump, opera sobre la premisa de que las élites militares y civiles del régimen pueden fracturarse si se altera lo suficiente su cálculo de riesgos. En teoría, algunos dirigentes podrían decidir que continuar protegiendo al presidente venezolano es más costoso que facilitar una transición.
El problema es que, incluso si ese mecanismo funcionara, el día después es cualquier cosa menos claro. Venezuela no es Panamá en 1989, pese a que esa comparación regresa con frecuencia en Washington. Su dimensión, la profundidad del aparato represivo, la implicación de actores irregulares —desde disidencias de las FARC hasta el ELN o redes como el Tren de Aragua— y la presencia de asesores cubanos configuran un escenario mucho más resistente y mucho menos predecible. Y aunque Estados Unidos ha intensificado operaciones antinarcóticos en la zona, los incidentes recientes con embarcaciones civiles —decenas de muertos y evidencias discutibles de narcotráfico— han despertado dudas sobre la calidad de la inteligencia disponible.
Incluso en la hipótesis de una salida súbita de Maduro, parece más verosímil una transición controlada desde dentro del régimen que un acceso inmediato de la oposición al poder. Figuras como Delcy Rodríguez o Jorge Rodríguez podrían ocupar temporalmente un vacío político, negociando simultáneamente con Washington y preservando la cohesión institucional mínima para evitar un colapso total. El propio Bremmer advertía que el liderazgo opositor, con María Corina Machado al frente, carece de la estructura militar y de seguridad necesaria para sostener por sí solo un proceso de reconstrucción. A ello se añade un desafío especialmente delicado: decidir quién del aparato chavista permanece y quién debe responder ante la justicia. La experiencia iraquí con la desbaazificación es una advertencia clara sobre los riesgos de purgas indiscriminadas.
Desde una perspectiva regional, los riesgos tampoco son menores. Cualquier intervención estadounidense —incluso limitada— podría generar nuevos flujos migratorios, tensar aún más la frontera colombo-venezolana y polarizar a los países latinoamericanos. Brasil y Colombia, actores clave, difícilmente respaldarían una escalada sin marco multilateral, conscientes de que sus propios equilibrios internos podrían verse afectados. La región sigue recordando, con razón, que las operaciones unilaterales de Estados Unidos suelen tener un coste diplomático duradero.
La cuestión jurídica tampoco es menor: sin un mandato internacional claro ni una autorización del Congreso estadounidense, la intervención podría erosionar principios fundamentales del derecho internacional y alimentar narrativas antioccidentales en el continente.
Todas estas incertidumbres hacen que la opción militar, incluso la selectiva o quirúrgica, parezca un camino que abre más incógnitas de las que resuelve. Venezuela necesitará, tarde o temprano, un proceso de transición pactado, gradual y verificado por actores regionales. Un esquema que combine garantías para ciertos sectores del régimen con un calendario realista para incorporar a la oposición. Brasil y Colombia, junto con organismos multilaterales, parecen posiciones más idóneas para liderar esa arquitectura que un Washington impulsado por la lógica del corto plazo.
Conviene recordar que Trump ha demostrado, en momentos concretos, capacidad para impulsar acuerdos complejos cuando considera que hay un rédito político o personal significativo: los Acuerdos de Abraham o la reciente mediación en Gaza son ejemplos mencionados con frecuencia por sus defensores. Sin embargo, estructurar una transición ordenada en Venezuela exige constancia, compromiso y un equilibrio muy fino entre firmeza y pragmatismo. Y es legítimo preguntarse si la Casa Blanca está realmente dispuesta a invertir ese capital político más allá de la retórica.
Hoy Venezuela necesita algo más que un gesto de fuerza: necesita una estrategia de reconstrucción a largo plazo, acompañada por una diplomacia paciente y por una implicación multilateral que evite la repetición de errores demasiado recientes en la memoria internacional. Si la solución se reduce a una operación militar sin un plan para el día después, el riesgo no es solo que fracase: es que profundice aún más el sufrimiento de un país que poco margen tiene ya para soportar nuevas crisis.
