De la revolución de los claveles al banquete de la nueva derecha: Portugal entre la nostalgia y lo (des)conocido

Artículo de Fernando Rodrigues Pereira, director de Prestomedia en Portugal.

 

Oh, Portugal, Portugal

Mientras esperas

Nadie puede ayudarte

 

Tenías muchas cartas que jugar

Los que juegan deben aprender a perder

Que la suerte nunca viene sola

Cuando llama a tu puerta

 

Despilfarraste mucha vida en el juego

Y ahora llevas la angústia a cuestas

No puedes mantenerte erguido

Cuando tu columna está torcida

 

Estos son versos de una canción de un cantante portugués, Jorge Palma, que ilustran muy bien la extraña noche de domingo. 51 años después del 25 de abril, vivimos otra noche de agitación, pero esta vez a costa de las armas. Las armas que nos dieron en la famosa Revolución de los Claveles, que se llevó a cabo sin armas: los votos. Y por muchos análisis que se hagan, por mucha lógica o falta de ella que se encuentre en los votos, valen por sí solos. De hecho, citando a otro cantautor, José Afonso, ya fallecido, que alimentó con sus palabras muchas utopías de izquierdas, «el pueblo es el que más ordena». Y así fue, pero giró a la derecha.

La víctima casi mortal – y en política, la muerte no siempre es definitiva – fue el Partido Socialista, fundado por el histórico Mario Soares y liderado después por Antonio Guterres y António Costa, sobre la base de una matriz socialdemócrata europea. Un partido que representaba a un Portugal que había cambiado un euro atlantismo desafiante por un europeísmo esponjoso instalado sobre un Estado comprensivo y torvamente omnipresente en el que todo se resuelve echando euros a las hogueras (puestas por quienes no se sientan en la misma mesa que los poderes fácticos que en su mayoría viven de concesiones, concursos públicos y oligopolios) y haciendo funcionar una maquinaria cuyo único fin era mantener el poder. Una elite protegida por una guardia pretoriana de altos cargos de la administración pública que han encontrado allí su razón de ser. Este maratón se convirtió en un paseo que requirió algunas estancias florentinas en Bruselas, nuestro el dorado, y la construcción de ingeniosas narrativas tejidas por un ejército de profesionales a los que seguramente admiraría Maquiavelo. Una realpolitik a la portuguesa, que ha asumido las patologías de una sociedad obesa, hasta el punto de sentir que las únicas ventanas al mundo son las redes sociales y las pantallas de televisión. Una burbuja cuyas metatesis a veces llegaban al suelo patrio, pero siempre eran víctimas de los intermediarios que se presentaban cobrando un impuesto antirrevolucionario, el de la paz asentada.

Por el camino, estos socialistas suavemente cedieron el poder para que la Troika pudiera entrar con una austeridad espartana y humillante, y pronto recuperaron el poder a costa de una alianza interesada con una izquierda radical engañada que también estaba hechizada por tales narrativas. Más que el conflicto social que se ha atomizado en las redes sociales, el resentimiento, la traición a las expectativas «de mañanas que cantan», que no garantizan un futuro para quienes, por ejemplo, ha cursado en la universidad para conquistar una carrera, o no han sido percibidos por una izquierda consumida por wokismos, conferencias de reflexión continua y estudios cuyas conclusiones cocinan los sociólogos de siempre.

Por el camino, se han subido a la ola turística mundial bien recibida aquí, han alimentado un boom inmobiliario sin estrategia colectiva, han nutrido un sector de servicios a costa de la mano de obra inmigrante o de ex inmigrantes mal integrados que a menudo viven de forma invisible en el centro de las ciudades. Y rara vez se asomaban a la ventana, y mucho menos viajaban en transporte suburbano, iban a las fábricas o al campo, a los hospitales si no era en visitas estrictamente programadas. A veces se indignaban por la desvergüenza de los pequeños propietarios que dejaban arder el campo en fuegos descontrolados, o por los barrios de gente que vive de madrugada preparando las ciudades para su cotidiano y se revolvían contra un policía que, sin medios, intentaba contener un altercado.

La descripción podría ser cáustica y justificar bien una derrota clara, aplastante y humillante frente a su principal competidor, el Partido Socialdemócrata, un partido siempre en busca de su identidad, oscilando entre una socialdemocracia esquizofrénica y un liberalismo avergonzado. La derrota de los socialistas estaba clara y no hubiera sido humillante ni aplastante, ya que los socialdemócratas son, con más diferencias de savoir-faire que de base ideológica y de propuestas, su alternativa natural hasta ahora.

Más reformistas, más centrados en una idea de país, siempre son mejores en los primeros 45 minutos del partido, pero casi siempre son víctimas de su búsqueda de identidad, del desgaste provocado por las víctimas de reformas que nunca abordan con profundidad o de algunos a los que les cuesta explicar su facilidad para alcanzar el éxito en la sociedad. Fue uno de estos últimos casos el que llevó al país a elecciones a menos de un año de iniciada la legislatura, porque el primer ministro se negó a hacer público su pasado profesional y empresarial. Una de sus curiosidades más complejas es que siempre prometen bajar los impuestos, pero en la práctica son más eficaces afinando la implacable maquinaria fiscal y siempre que se muestran dispuestos a ser verdaderamente reformistas pierden las elecciones. Encabezarán el próximo gobierno, pero los liberales modernos y jóvenes no les apoyarán incondicionalmente, porque dudan del ímpetu reformista que puede drenar el grueso de las adiposidades del Estado.

Pero la humillación de los socialistas procede de una realidad más dura. No han caído de primeros a segundos, a quienes la lógica democrática entrega el liderazgo de la oposición, sino a terceros. Han sido superados por una formación, Chega, cuya mayor arma es la acusación y la amenaza… de que pronto llegará su hora. 1, 12, 50 y ahora 58, 59 o 60 diputados, en unos 10 años, en un parlamento de 230. Con dos diputados más que los socialistas. Una realidad inimaginable hace un par de años: el gigante socialista siendo superado por la extrema derecha, ultra o radical. La propia dificultad de catalogarlos es ilustrativa. En materia de costumbres, se sitúan a la derecha, a favor de la familia tradicional, luchando contra la diversidad y demonizando la inmigración (incontrolada, por cierto…); en materia social y en una parte importante del programa económico, presentan, bajo otra apariencia, propuestas idénticas a las de un partido profundamente de izquierdas: nacionalizaciones, fuertes apoyos sociales, impuestos violentos sobre el capital y las fortunas… y fue con muchas de estas propuestas con las que succionaron a los votantes «rojos» de los cinturones industriales y a una clase media baja al borde de un ataque de nervios. Al final, quien ya no cree en las virtudes y la nobleza del trabajo. Sin cuadros ni propuestas técnicamente fundamentadas, Chega vive de un líder carismático, André Ventura, una ametralladora sonora, una estrella del tiktok que dice una cosa y su contraria con una convicción que haría roer de envidia a Savonarola.

Pero él siempre está en la ventana y salta a la calle, se une a la refriega, arrastra a los medios de comunicación, les ofrece audiencia y se alimenta de sus críticas y se expone, crucificado, mostrando las heridas que le ha infligido un “sistema” que pretende ser inclusivo, pero que en realidad excluye, porque muchos sólo saben que existe un ascensor social, pero nunca han podido ni verlo, ni entrar en él. Su arte consiste en prometer a la “gente de bien” un sitio en la mesa y dejar que cada cual defina lo que significa ser «gente de bien». La “gente de mal” es para exhibirla y escupirla en la plaza pública o en las redes sociales o en la portada de algún tabloide, y, en estas ágoras, un gitano, un banquero o un intelectual de izquierdas tienen igual valor residual… la glorificación del bien se corresponde con la igualación del mal. Pero, ¿hay sitio en la mesa para todos? Por supuesto que no, pero es el «sistema» el que cobra demasiado por las sillas… para ellos, las sillas estarían repartidas. Nunca será culpa suya.

Mientras tanto, el Partido Socialdemócrata está preocupado por poner a punto su maquinaria y formar gobierno, sin preocuparse apenas de sus nuevos interlocutores, que serán difíciles y, sobre todo, imprevisibles. Ya han sacado las medidas de la mesa y lo que importa ahora es atraer inversiones para hacer sillas. Pero tendrán que quedarse en el centro de la mesa, donde colocarán las bandejas con los mejores bocadillos. ¿Y la izquierda? Los socialistas, ecologistas, radicales y comunistas… siguen perdiéndose en discusiones estériles o refritos preocupados por la calidad de la mesa y el diseño de las sillas, sin saber a quién van a sentar porque ya no los conocen. Convencidos de que su superioridad política y moral es algo que debe quedar consagrado en la Constitución, o sea con un lugar preestablecido en la mesa.

Los grandes medios de comunicación, también responsables de lo que viene sucediendo, aún no han entendido la dinámica del fenómeno, o peor… ni siquiera tienen los contactos telefónicos directos de estos nuevos protagonistas que no han salido de las universidades del «sistema» y no cenan en los restaurantes de la capital, por lo que aún no han entendido qué guía a los nuevos comensales, una situación que impide escribir una crítica gastronómica con cabeza, torso y miembros.

Chega y su líder, que también están un poco confundidos por el regalo que les hicieron los votantes, saben poco. Quieren sentarse en los mismos asientos que los «otros», quieren comer lo que comen los «otros» y van a ver a quién le compraron las sillas y los bocadillos y por cuánto, porque los «otros» siempre compran a los mismos y siempre gastan lo que les quitaron a los pequeños… quizá un día los «otros» se cansen de tanto griterío y tengan que cederles el asiento y el tenedor de oro.

Pero volvamos al cantante Jorge Palma y a las dos últimas estrofas que he transcrito: «No se puede ser recto cuando la columna vertebral está torcida» Este es el problema que debería ser nuestro objetivo colectivo: enderezar nuestras columnas vertebrales para que todos podamos hablar y resolver de lo que realmente queremos conseguir… porque al más puro estilo portugués… todos vamos a acabar en la mesa. Comiendo y discutiendo entre nosotros. ¿Por qué? Porque sí, y el que se harte que emigre… al Nuevo(s) Mundo(s). Así empezó la gran epopeya portuguesa.

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