Rusia nunca ha formado parte del continente europeo ¿o sí? Esta pregunta deambula en mí desde que en la primaria se me propuso un mapa en el que se había cercenado más de la mitad de un país. Supongo que con intención de explicar cual era la parte Rusa más cercana a occidente –en un sentido histórico o cultural o religioso…– o puede que solo por ahorrar papel y espacio. De todos modos, desde hace 1000 días la pregunta se me hace mucho más presente.
La guerra de Ucrania a puesto sobre Europa la duda, que ya desde la concepción de la URSS se cernía, de si es realmente un país de rasgos cultural y sociales occidentales o si, por el contrario, resulta ser más cercano al orientalismo y su diversa flora de creencias y costumbres. Ciertamente, el poder soviético “reinventó” la cultura estratégica del Estado ruso. La ruptura de la Revolución rusa con las antiguas prácticas de gobierno no tenía parangón en la historia moderna, al menos en la civilización europea. Además, supuso la manifiesta erección de una arquitectura esencialmente dividida de forma dual, en la que se debía elegir entre unos u otros. Sea como fuere, aquella elección –la del comunismo–, a pesar de que muchos no quisieran verlo, los hacía más occidentales que ninguno –tanto a ellos como a todos los países del espacio post soviético que ahora sí son parte del viejo continente–. Y es que esa arquitectura estaba dentro de la jurisdicción de occidente y sólo de occidente y de las posibilidades de su estructura económico-social.
Esta vez es distinto. Ya desde hace unas tres décadas, desde que volvieron a la ortodoxia, los rusos han demostrado haber dejado de contener no sólo en sus dinámicas institucionales, sino también sistémicas, sociales y culturales algún tipo de analogía con el núcleo de Europa. Lo que nos viene a la mente ahora es, mayormente, su rareza religiosa respecto de nosotros, su vasta pluralidad sin federalizar, su anacronismo… y aunque Rusia siempre haya sido una zona ciertamente anacrónica en muchos de sus confines, unos siglos atrás, a ese territorio le correspondía el respeto europeo e incluso la admiración; de los Tolstói, Dostoievski, Chejov, Bakunin y no sé cuantos más. Hasta más tarde sin olvidar los también occidentales Ilyin, Lenin, Duguin o Berdiayev. De ahí mi pregunta ¿desde cuándo esa extrañeza, esa sensación de ser foráneos?
La primera confrontación real del Estado ruso frente a la comunidad europea se dio fruto de la escisión ortodoxa, a través del modelo zarista del imperialismo proteccionista. Por simplificar, la fórmula mediante la cual uno se justifica desde la religiosidad afirmando que amplía sus fronteras para proteger –no se sabe bien si a sí mismos o a aquellos a quienes somete–. Una política exterior que guarda más similitudes con los pueblos de origen semítico y sus correspondientes religiones. Una forma de imperialismo explícito y de justificación no secular o divina. Para Putin esto supone un pretexto perfecto, sobre todo a nivel narrativo, para un grueso de la sociedad rusa que se mantiene en la convicción cristiano-ortodoxa. Aunque eso no es todo. Hay otro eje sobre el que viran los apetitos del señor Putin: un cierto resentimiento de la imagen de Rusia tras el desenlace de la Guerra Fría. La idea de que en esa dialéctica que se compuso al inicio del siglo XIX su imperio ha salido perdiendo para el imaginario público lo hace acérrimo a sus intenciones.
Por otro lado, no así como muchos de los analistas, yo soy receloso de la idea de que la actitud del actual presidente ruso sea una suerte de herencia del impulso soviético por contagiar globalmente su idea –en ese caso el comunismo en el formato URSS–. No me planteo que su gobierno pretenda provocar cambios en la política global, si no es por otra causa que su modus operandi mesiánico ortodoxo y el resentimiento con una parcela –por grande que sea– de occidente; véase más concretamente, los Estados Unidos de América. Y en el caso de que sus ambiciones respondan a un carácter globalizador, como sugieren los analistas mencionados antes, considero que obedece más bien a esa tradición cristiana más cercana al semitismo radical, como es la ortodoxia, y a su forma de relacionarse con lo forastero y sus fronteras. Entiéndase, para mí no es la necesidad de una ‘revolución permanente’ –como he podido leer–, por el concepto de guerra híbrida de la tradición leninista, sino algo mucho más proteccionista desde un punto de vista moral. Pienso que el concepto de guerra híbrida, concepto con el cual se identifica que la paz es sólo un estado de preguerra –grosso modo–, no tiene recorrido más allá del Tratado del 1947. Y, de nuevo, en el caso de que este concepto –ortodoxo-leninista– haya sido heredado o recogido conscientemente por Vladimir Putin, ha sido malinterpretado y edulcorado por sus convicciones mucho más allegadas al cristianismo radical globalizador.
No obstante, hay algo que me desconcierta. La inusitada arbitrariedad –muy poco propia de la ortodoxia– con la que el Estado ruso se alía internacionalmente. El conjunto de los BRICS, del que hace poco alegué ser no más que simbólico, es tan variopinto como imprevisto. Zizek llama a este fenómeno «pluralismo autoritario», refiriéndose a la tolerancia que se profesan los países autoritarios entre si. Desde este punto de vista del autoritarismo compartido es comprensible, de todos modos, es algo de lo que todavía guardo severas sospechas y no sé hasta qué punto Rusia puede tener un desarraigo repentino cuando se encuentre en una posición más favorable. Vaya, que creo que ‘los enemigos de mis enemigos son mis amigos’ y, sobre todo, que ‘por interés te quiero Andrés’. Lo que está haciendo Rusia es, primordialmente, tomar una posición clara en contra de algunos, más bien que a favor de otros.
A partir de aquí, solo puedo decir que quizás los europeos nos hayamos sentido desde siempre más cerca de los rusos que los rusos de los europeos; que realmente, esta es una amistad unilateral en muchos de los casos, o una amistad tóxica. Y quizás también –solo a modo de exabrupto–, Europa debería plantearse cortar por lo sano, desvincularse del suministro de petróleo y gas y maniobrar 180º hacia la energía verde, para volver a ser, de nuevo, independientemente, europeos.