ANTECEDENTES
El l1 de junio de 2017 el presidente Donald Trump declaró que retiraría a Estados Unidos del acuerdo del clima de París. Así, se separaba de un grupo de 194 países que han prometieron reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero. Esta noticia llegó pocos días después de que el presidente estadounidense acudiera a la cumbre del G7 en Italia, donde los seis países miembros restantes —Alemania, Italia, Canadá, Francia, Japón y el Reino Unido— reafirmasen su compromiso con el pacto por el clima alcanzado en 2015.
Así cruzaba Trump el umbral de su primera legislatura: rompiendo contra los principales representantes de la UE y rompiendo, sobre todo, contra el distintivo ideal del viejo continente, que se ha demostrado pionero de la lucha contra la crisis medioambiental en los últimos años haciéndose adalid en sostenibilidad, resiliencia de recursos, circularidad económica, etc. En aquel momento, los presupuestos de Trump implicaron grandes recortes en política medioambiental. La proposición de presupuestos, titulada «Una nueva base para la grandeza de Estados Unidos» redujo drásticamente el presupuesto de la Agencia de Protección Medioambiental (EPA) en un 31%, un recorte mucho mayor que en ninguna otra agencia gubernamental. Estos recortes acabaron traduciéndose en una reducción de gasto de 2.700 millones de dólares y la pérdida de unos 3.200 empleos. No obstante, más allá del daño interno que pudo infligirse a nivel de desarrollo en el campo medioambiental y de las consecuencias –completamente nocivas– que pudiera tener en materia de desgaste climático, lo preocupante es lo perdido en la cooperación que un país tal al americano podría haber aportado estos últimos en el I+D del sector, junto a Europa.
¿Y AHORA QUÉ?
El caso ahora es algo diferente, ya que Trump no se va a conformar con recortar gastos y desusar la idea de que la crisis climática nos acucia. Más allá de eso, parece que pretende combatir de verdad a Europa, queriendo impactar de lleno en el núcleo de la productividad de la UE que, además, no pasa por su momento más excelso. Y en el caso de que quisiera de verdad damnificar los intereses y objetivos de las instituciones europeas, nadie duda de que podría, con holgura y suficiencia.
Con la bajada de costes de producción masiva como la que pretende y la –diría que inconsciente– liberalización mercantil que se augura con su llegada a la Casa Blanca, parece evidente que se presenta como uno de los paraísos terrenales en los que afincarse para cualquier compañía de cualquier industria. El resultado sería que, o bien la UE sigue adelante con el Pacto Verde y acepta que una gran parte de sus industrias se vean en graves dificultades, reduciendo las exportaciones, con todas las consecuencias económicas, sociales y políticas que ello implica, o bien la UE pausa la aplicación de elementos centrales del Pacto Verde, empezando por el ETS y el CBAM.
Lo primero es muy poco probable, ya que provocaría una reducción del bienestar y del empleo. Y probablemente lo segundo también sea todavía extranjero a las ideas ejecutivas de la Comisión, el Consejo y el Parlamento. Sin embargo, existe algo verdaderamente verosímil, bastante más preocupante y que, de hecho, ya se está dando. Un cambio de paradigma ideológico por admiración a un ícono. Una oleada de plagios baratos del renacentista de las ideas previas al 2008, probablemente imbuidos por sus formas fascistoides y su odio iterado en cada meeting. Puede que el concepto y objetivo de productividad no sea suficiente para acabar con el Pacto Verde, pero sí lo serán un puñado de votos de los seguidores fanáticos de lo que pasa al otro lado del atlántico.
Y es que la pausa en la implementación de elementos centrales del Pacto Verde abriría la puerta a una reevaluación más amplia sobre cómo la UE debería abordar el cambio climático y qué medidas deberían implementarse sin poner en peligro el tejido económico y social de la UE.
Los políticos y el público son ahora muy conscientes de las consecuencias y, por mi parte, es más beneficioso para europa que se suspendieran las medidas clave del Pacto Verde con vistas a un futuro competitivo con EE.UU. y China y que la UE volviera a empezar de cero para decidir cuál es la mejor manera de avanzar. Pues puestos a perder la ideas o de perder la sesera, mejor no perder el apellido, mejor no perder la identidad. Quizás una convulsa época de productividad feroz parezca venderse al juego que han propuesto los dos gigantes fabriles que rodean al viejo continente, quizás sea la forma, empero, de recuperar la posición que permita volver a impregnar a todo el continente de los valores que secundan una historia milenaria.
Aunque sólo la industria de la UE se ve directamente afectada por el ETS y las fuertes reducciones de emisiones, la agricultura también estaría en apuros en lo que respecta a los fertilizantes, sin mencionar las posibles represalias comerciales. Es de suma importancia para la agricultura de la UE. La cuestión no es que el cambio climático sea real y tenga consecuencias, sino cuál es la mejor manera de abordar este desafío. La cuestión es abordar el cambio climático sin reducir nuestro bienestar y nuestra autonomía estratégica. Y al mismo tiempo, no caer en su juego, seguir apostando por lo que se ha creído en los últimos doce años.
Para concluir, una Administración Trump seguramente porte un mayor riesgo de disputas comerciales, pero también la posibilidad de reflexionar alrededor de cómo abordamos el cambio climático y la crisis medioambiental en la UE. Por un lado, trae consigo la perspectiva negativa de una reducción de las oportunidades comerciales, no sólo con la zona norte del continente americano, sino con sus bien conocidos aliados estratégicos. Pero por otro, abre la posibilidad de reorientar el Pacto Verde para combatir el cambio climático sin reducir nuestro bienestar, pasando a un enfoque tecnológico y basado en incentivos.