Pedro González
Periodista
Hay tal explotación política de cualquier suceso que no es de extrañar el escepticismo con que una parte al menos de la polarizada Argentina haya acogido el intento fallido de asesinar a la actual vicepresidenta, Cristina Fernández. Cuando todos deberían lamentar que existan presuntos descerebrados capaces de empuñar las armas para dirimir diferencias políticas, y felicitarse de que la pistola se encasquillase frustrándose así el magnicidio, resulta descorazonadora la profunda división del país que este episodio ha puesto de manifiesto, aún más si cabe.
Mientras se dilucida la completa verdad de los hechos, lo único que parece incontrovertible es que la gran “beneficiada” de los mismos es la propia Cristina, como la llaman con toda familiaridad sus numerosos partidarios e incluso gran parte del pueblo llano. Que es un gran animal político, es indiscutible. Que toda su ejecutoria desde que ella misma se hizo vicepresidenta, colocando institucionalmente por encima a Alberto Fernández, ha sido una continua desautorización de la justicia para librarse de la cárcel, tampoco ofrece ninguna duda. Que un atentado frustrado la podría resituar en su ascenso a los cielos del poder tampoco era descartable. Y que, en semejante hipótesis, el peronismo y los matones de La Cámpora tendrían las manos aún más libres para actuar con contundencia contra la oposición parece que no hace sino confirmarse.
No dejan de ser muy elocuentes muchos de los gestos previos al de la pistola percutida y encasquillada: la petición del fiscal de doce años de cárcel para Cristina por corrupción; la visita del cofundador y aún líder en la sombra de Podemos, Pablo Iglesias, para expresarle su firme apoyo; la alusión del presidente Fernández a que el fiscal acusador podría “suicidarse”, como le ocurriera al fiscal Nisman apenas tres días después de acusar a Cristina de connivencia en el atentado contra la Mutual israelí Amia, el más grave sufrido por el país; y en fin, la manifestación permanente y amenazante de las huestes peronistas ante el domicilio de Cristina en el lujoso barrio de La Recoleta de Buenos Aires, todo parece obedecer a un crescendo que tendría una culminación. Ese magnicidio frustrado era la guinda que faltaba en ese guion, que, como dicen los italianos, “si non e vero e ben trovato”, tanto para anatematizar al fiscal Lucini como para preparar la vuelta de Cristina a la Casa Rosada libre de toda culpa, e incluso elevada a los altares laicos del peronismo.
España al fondo, cada vez más ausente y menos influyente
Al hilo de estos acontecimientos, cuya víctima principal será una vez más Argentina, no deja de crecer la animosidad contra España, la excusa y el culpable perfectos para que el populismo encuentre un asidero al que aferrarse para enmascarar los fracasos que encadena en todos los países en los que se instala. Un paradigma al que tampoco es ajena la facción podemita del Gobierno de España, cuyo discurso político simpatiza sin ambages con los movimientos revolucionarios de la región mientras no deja de señalar a España en su papel de conquistador depredador.
Los populismos de extrema izquierda instalados en América alimentan así su discurso de odio, que merma o anula los intentos de fortalecimiento de los lazos que siempre han unido a ambos continentes, incluso en los momentos de mayor crisis. No es un secreto que España ha ido perdiendo peso e influencia en la región, si bien pocas veces ha estado tan ausente de la vida pública latinoamericana y ha sido menos influyente como ahora.
Es una constatación que el papel tradicional de los liberales y socialdemócratas españoles en América Latina se ha reducido de forma imparable a lo largo de las dos últimas décadas. Aunque cabría decir que no lo ha hecho porque hayan perdido la batalla de las ideas, sino por haber dejado el camino expedito a los movimientos más extremistas.
Es también propósito de la próxima presidencia de turno española de la Unión Europea poner un énfasis especial a la relación UE-América Latina reforzando el menguado papel de España como puente. Para tener éxito, en esa tarea debería participar el conjunto de la sociedad española, y que las fuerzas políticas moderadas y las corrientes intelectuales menos extremistas ayudaran a sus homólogas del otro lado del océano a contrarrestar el supuestamente imparable auge del populismo. El máximo y escrupuloso respeto a la soberanía nacional no está reñido con ayudar a que, en aras del desarrollo mutuo, no se respalden la injusticia y el desgobierno.
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