La Guerra Franco-Prusiana, un conflicto que empezó en España y cambió toda Europa

Eduardo González

 

El 18 de enero de 1871, hace 150 años, el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles fue escenario y testigo de la desaparición de los últimos rescoldos del Imperio de opereta de Napoleón III y del nacimiento del Imperio alemán. Aquel acontecimiento, que supuso un vuelco radical en el panorama geopolítico europeo, había sido el resultado de un devastador conflicto bélico, la Guerra Franco-Prusiana, cuyos prolegómenos se habían producido, precisamente, en España.

 

La Guerra Franco-Prusiana fue, sobre todo, la traca final que permitió a Otto von Bismarck sellar la unificación de Alemania. Para conseguirlo, el Canciller de Hierro prusiano sólo necesitaba provocar al débil y fácil de provocar emperador francés Napoleón III, a quien supo arrastrar en 1870 a una guerra suicida. Para completar la trama, hacía falta un casus belli y Bismarck lo encontró en el lugar más insospechado: España.

 

Los primeros pasos de esta historia se produjeron en 1868 con el derrocamiento revolucionario de la Reina Isabel II en España. En medio de fuertes sentimientos republicanos, las Cortes españolas, a semejanza de las de otros países, optaron en 1869 por buscar un nuevo Rey para evitar que la situación se hiciera demasiado revolucionaria. Como todo el mundo sabe, el elegido fue Amadeo de Saboya, hijo del primer Rey de la Italia unificada y primer y último Rey español elegido por votación parlamentaria. Amadeo I sólo aguantó dos años en el trono, antes de escapar de aquella “jaula de locos” llamada España, según sus propias palabras.

 

No obstante,  antes de la elección de Amadeo hubo otros candidatos. Uno de ellos, apoyado por los unionistas, era el duque de Montpensier, esposo de la infanta Luisa Fernanda, a quien se oponía abiertamente Napoleón III porque no quería a un miembro de la Casa de Orleans como Rey de España y cuya candidatura se vino definitivamente abajo después de matar en un duelo a su primo, el infante Enrique. Otro candidato, en este caso de los progresistas, era el Rey de Portugal, Fernando de Coburgo, quien rechazó una oferta que le parecía, sobre todo, un intento de España para anexionarse su país.

 

El tercer candidato fue el príncipe alemán Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen  (rebautizado por el pueblo como “Ole, ole, si me eligen”), quien tampoco se hizo con el premio gordo pero se convirtió en el gran protagonista de esta historia.

 

Como era de esperar, Napoleón III se opuso abiertamente a la candidatura del alemán, a quien veía, con razón, como la gran baza del Rey de Prusia, Guillermo I (primo de Leopoldo), para cercar a Francia. Gracias a la presión de la diplomacia francesa, Carlos Antonio de Hohenzollern-Sigmaringen, padre de Leopoldo, se comprometió a renunciar al trono español en nombre de su hijo, pero Napoleón III no quedó satisfecho y exigió a Guillermo I que desautorizase, de forma clara y manifiesta, la candidatura de Hohenzollern.

 

Con ese fin, el conde de Benedetti, embajador de Francia en Berlín, se desplazó a la ciudad balneario alemana de Bad Ems para transmitirle ese mensaje a Guillermo. Tal como relató el propio monarca prusiano, el embajador francés se comportó de “forma impertinente” y rompió todas las reglas del protocolo para exigirle que se abstuviera de apoyar la candidatura de Ole, ole, si me eligen. Ofendido, el Rey no sólo se opuso rotundamente a sus peticiones, sino que se negó a recibir de nuevo a Benedetti, a quien comunicó, a través de un ayudante de campo, que “Su Majestad no tenía nada más que decir al embajador”.

 

El Telegrama de Ems

Este incidente diplomático cayó en terreno fértil. Por una parte, Napoleón III estaba muy debilitado en su propio país y sintió que una guerra le podría venir muy bien para calmar los ánimos revolucionarios internos. Por otra, Bismarck deseaba un nuevo conflicto bélico (poco antes había derrotado a Dinamarca) para unir definitivamente a todos los territorios alemanes en torno a una sola causa, pero no quería ser él quien declarase la guerra. Por ello, el Canciller de Hierro decidió provocar al emperador francés para quien fuera éste quien diera el mal paso y Napoleón III entró finalmente al trapo gracias al hábil manejo, por parte de Bismarck, de un documento histórico: el llamado Telegrama de Ems.

 

En el telegrama, el Rey de Prusia no sólo explicaba al canciller el desagradable incidente que acababa de tener con el embajador francés, sino que le autorizaba a hacer público su contenido. Bismarck lo hizo a través de un comunicado de prensa, pero no sin antes modificar hábilmente el texto para que pareciera una humillación al embajador francés y una ofensa al honor de Francia. Todo lo demás vino en cascada: la prensa francesa caldeó los ánimos, las calles de Berlín y París se llenaron de manifestaciones nacionalistas  y el 19 de julio de 1870 Napoleón III declaró la guerra a Prusia.

 

La guerra fue un desastre para Francia y condujo al derrocamiento popular de Napoleón III en septiembre de 1870. El 18 de enero de 1871, Guillermo fue proclamado Kaiser del nuevo Imperio alemán en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles. Diez días después, el Gobierno de Defensa Nacional de la Tercera República francesa firmó el armisticio, que no sólo supuso una humillante derrota para Francia, sino que dio paso a la unificación definitiva de Alemania y al nacimiento de un Imperio (Reich) que, con más de 40 millones de habitantes y un vertiginoso crecimiento económico, se habría de convertir en la primera potencia de Europa.

 

Todo ello había comenzado, aunque sólo fuera en el papel de comparsa, en una potencia de medio pelo como España, que en los siguientes años vivió una República, un golpe de Estado y una restauración borbónica en la persona de  Alfonso XII.

 

 

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