El villancico: un género relegado a la Navidad por Austrias y Borbones

Eduardo González

 

Al igual que el Christmas carol entre los anglohablantes, el Noël entre los francófonos o los Weihnachtslieder entre los germanohablantes, el Villancico es la canción navideña por excelencia del mundo hispánico, en cualquiera de sus lenguas y a ambos lados del Atlántico. Pero no siempre fue así, y las veleidades de la Casa Real tuvieron mucho que ver con ello.

 

Según los estudiosos, los villancicos comenzaron a hacerse populares en el siglo XIII, pero aquellos cantos populares no sólo no eran necesariamente navideños, sino que ni siquiera solían ser religiosos. Eran, sobre todo, “canciones de villa” (de ahí su nombre) que se cantaban durante las cosechas y otras festividades (incluida la Navidad) y que, a modo de coplas, trataban sobre amores, muertes, burlas, sátiras y demás historias cotidianas de los pueblos.

 

El villancico irrumpió con fuerza en España en el siglo XV, especialmente en el Reino de Castilla, donde desde antiguo se cultivaba un género parecido, el zéjel hispano-árabe, y donde contó con el respaldo de poetas tan relevantes como el Marqués de Santillana o Juan del Enzina.

 

No obstante, el gran salto adelante se produjo en la segunda mitad del siglo XVI, cuando, en plena Contrarreforma, el villancico se convirtió en el género preferido de ciertos sectores de la Iglesia Católica que defendían la enseñanza de los Evangelios -incluido el nacimiento de Jesús y, por tanto, la Navidad- mediante el acercamiento a la cultura popular y el uso de las lenguas vernáculas, en lugar del latín. Como consecuencia de ello, las catedrales y las principales parroquias de Castilla adoptaron la costumbre de contratar a maestros de capilla con el encargo de componer al menos un villancico para cada ocasión.

 

Como era de esperar, esta forma populista de evangelización generó, casi desde el principio, el rechazo de los sectores más conservadores del Clero, partidarios de que sólo se difundieran los mensajes religiosos en latín y con la solemnidad debida. La polémica llegó incluso a la Casa de los Habsburgo, y más concretamente a la Capilla Real, que también había adquirido la costumbre de componer cada año sus propios villancicos.

 

En 1596, Felipe II dictó un Real Decreto para que en la Capilla Real “no se canten villancicos, ni cosa alguna de romance, sino todo en latín como lo tiene dispuesto la Iglesia”. Algunos autores (aunque en este punto hay discrepancias) aseguran que el decreto se observó “puntualmente” hasta el reinado de Felipe IV, cuando se volvió a introducir la costumbre de cantar villancicos en “lengua vulgar” a condición, eso sí, de que las letras fuesen aprobadas previamente por “hombres doctos y de celo eclesiástico” y de que la música “fuese devota y libre de los afectos que pudiesen hacerla indecente para el Templo”, según recoge un texto de la época citado por el prestigioso musicólogo Jaime Moll.

 

En 1613, otro gran musicólogo y sacerdote, el italiano Pietro Cerone, escribió que, aunque el uso de los villancicos no era malo en sí mismo, tampoco era bueno, porque “no solamente no nos convida a devoción, sino nos distrae de ella, particularmente aquellos villancicos que tienen mucha diversidad de lenguajes”. “Porque oír ahora cantar en portugués y luego en vizcaíno, o en italiano y en alemán, primero un gitano y luego un negro, ¿qué efecto puede hacer semejante música sino forzar a los oyentes (aunque no quieran) a reírse y a burlarse? ¿Y hacer de la Iglesia de Dios un auditorio de comedias y, de casa de oración, sala de recreación?”.

 

Una vez superados sus primeros grandes escollos en Palacio, el villancico ya se había “profesionalizado” tanto en el siglo XVII que se había vuelto mucho más complejo, tanto en su composición como en su interpretación, y, por tanto, menos popular. En la España barroca, el villancico se había convertido en el género musical por excelencia y se utilizaba para todo tipo de actos religiosos, como las festividades de los santos, el Corpus Christi y, obviamente, la Navidad.

 

No obstante, el género sufrió otra nueva acometida real en 1750, en este caso por parte de un Borbón, cuando Fernando VI ordenó que no se cantasen más villancicos y que en las festividades religiosas sólo se cantasen responsorios (cantos litúrgicos salmódicos) compuestos por el maestro de capilla Francisco Corselli. Como consecuencia de ello, el villancico dejó de cantarse en las celebraciones religiosas más solemnes y quedó relegado a la Navidad, más festiva y, por tanto, más popular.

 

En el siglo XIX, libre ya de sospechas, prohibiciones y libertades bajo vigilancia, la palabra villancico ya se utilizaba únicamente para referirse a los cantos de la Navidad, a la que quedó indisolublemente unida para siempre a través de unas letras en las que se hablaba del nacimiento del Niño Jesús, de la Virgen María, de San José, de los pastores, de la Estrella de Belén y de los Reyes Magos. En el Diccionario de la RAE, la primera acepción de la palabra villancico es “Canción popular, principalmente de asunto religioso, que se canta en Navidad”. Las otras dos, claramente residuales, la definen como “canción popular breve que frecuentemente servía de estribillo” y “cierto género de composición poética con estribillo”.

 

 

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