Mira Milosevich-Juaristi
Investigadora principal para Rusia y Eurasia, Real Instituto Elcano
Los disturbios que han estallado en Kazajistán a causa de la subida de los precios del gas licuado, se han convertido en una marea de protestas antigubernamentales por la brecha social, económica y política abierta entre una élite corrupta (la antigua nomenclatura comunista) y la ciudadanía empobrecida. Sin embargo, el presidente Kasim-Yomart Tokáyev, ha visto una oportunidad para, aprovechando el anuncio de las reformas, ajustar las cuentas con los oligarcas, clanes y mafias, vinculados al antiguo presidente Nursultán Nazarbayev (que estuvo en el poder entre 1991 y 2019). Lo ocurrido en Kazajistán es frecuente en los países del espacio post-soviético, cuya transición de provincias de un imperio a estados nacionales ha fracasado en la mayoría de los casos.
La crisis de Kazajistán pone de relieve que Rusia, a través de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), creada en 1992 como una alianza militar en el marco de seguridad de Asia Central, así como de su influencia política y sus bases militares en Tayikistán y Kirguistán, es el líder regional indiscutible en materia de seguridad.
La intervención de la OTSC en Kazajistán, liderada por Rusia y justificada con la afirmación de Tokayev de que los “terroristas extranjeros” son los responsables de los disturbios, transmite un mensaje a Occidente y a otros actores estratégicos de la región, y es un ejemplo más de cómo Rusia convierte cada crisis en una oportunidad estratégica. El apoyo del Kremlin a Tokayev no será gratuito: lo más probable es que el Gobierno de Kazajistán tenga que abandonar su “política exterior multivectoral” para mantener buenas relaciones con todos los actores estratégicos en la región (Rusia, EEUU, la UE, China, Turquía, Pakistán e Irán), y ponerse mucho más en sintonía con Moscú. Con la intervención de la OTSC, Rusia consolida su papel de garante del orden en Asia Central, aunque sin modificar sus constructivas relaciones con otros actores, sobre todo con China, dado un tácito acuerdo de la “división de trabajo”: Moscú se ocupa de seguridad y defensa, y los demás, de inversiones económicas.
El Kremlin ha definido las protestas kazajas como una “revolución de color” (las suscitadas por el apoyo de Occidente a las transiciones a la democracia de los países con régimen autocrático). En el contexto de las conversaciones entre EEUU, la OTAN y la OSCE con Rusia, que se celebran estos días, entre el 10 y el 13 de enero y en las que Rusia pide nada menos que el cambio de la estructura del orden de seguridad europeo, la reafirmación rusa de su liderazgo militar en la OTSC (compuesta por Rusia, Bielorrusia, Armenia, Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán) supone una demostración de fuerza y la advertencia a Occidente de que Moscú no va a permitir más cambios de régimen en el espacio post soviético como ocurrió en Ucrania (pero no en Bielorrusia, gracias al apoyo de Moscú a Lukashenko). Toda vez que las protestas antigubernamentales carecían de una articulación política clara, y debido al alto nivel de violencia que ejercieron los manifestantes, la UE y EEUU se han limitado a expresar su “profunda preocupación” ante los acontecimientos. En los casos de Ucrania y Bielorrusia, su apoyo a una oposición política articulada a los regímenes autoritarios fue mucho más explícita.
La guerra de Georgia en 2008 (cuando la república caucásica decidió arrebatar Abjasia y Osetia del Sur del control de sus poblaciones rusas o rusificadas), la anexión de Crimea en 2014 y el apoyo del Kremlin a los rebeldes pro-rusos en el sureste de Ucrania, la última guerra entre Armenia y Azerbaiyán en Nagorno-Karabakh (2020), la “revolución de octubre” de Kirguistán, (2020), la crisis de Bielorrusia debida al no reconocimiento por Aleksander Lukashenko de su derrota en las elecciones generales del agosto de 2020, son crisis políticas propias de Estados post soviéticos (altamente corruptos, con sistemas políticos frágiles dominados por oligarcas y mafias), pero sobre todo reflejan que el proceso de desintegración de la Unión Soviética, desaparecida formalmente hace treinta años, el 25 de diciembre de 1991, todavía no ha concluido, y que Rusia tiene la habilidad de convertir estas crisis en oportunidades para cumplir con su objetivo principal: mantener sus zonas de influencia e impedir el acercamiento de estos países a la OTAN y a EEUU.
El Kremlin está dispuesto a usar todo tipo de medidas para conservar su influencia en el espacio post soviético, desde campañas de desinformación hasta el uso de la fuerza militar convencional, y sabe economizar su poder: en Georgia y Ucrania, que declararon su intención de unirse a la OTAN, empleó fuerza militar convencional para socavar la integridad territorial de ambos países. En Bielorrusia y Kazajistán ha apoyado los regímenes autocráticos a cambio de una mayor “sintonía” en la política exterior: Bielorrusia ha reconocido la anexión de Crimea y Tokayev, en Kazajistán, está rompiendo todos los vínculos con Nazarbayev, que intentó mantener una política exterior neutral.
Las crisis de Kazajistán y Bielorrusia han consolidado el poder ruso en el espacio post soviético. Por el contrario, las guerras de Georgia y Ucrania demostraron la perdida de la influencia rusa en la región. Sin embargo, ambas crisis demuestran la capacidad del Kremlin para avanzar desde las meras oportunidades coyunturales hacia una estrategia única y bien definida.
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