Carles Pérez-Desoy Fages
Profesor de Derecho Diplomático
El 26 de Diciembre de 1991, media hora después del discurso de renuncia de Mijaíl Gorbachov como presidente de la Unión Soviética, la bandera roja con la hoz y el martillo fue arriada definitivamente de la cúpula del Kremlin. Es un momento histórico de un dramatismo extraordinario, en el que algunos han situado el fin efectivo del “Siglo XX corto” y que puede revivirse fácilmente en Youtube.
Conviene no olvidar que la implosión de la URSS, vino precedida de la caída del Pacto de Varsovia integrado, sobre la base de los acuerdos de Yalta, por los países del Este de Europa que habían sido ocupados por el Ejército Rojo en 1945 y que constituían el llamado glacis soviético, concepto acuñado por la doctrina militar soviética para definir una zona tampón o de seguridad. El futuro del glacis, y muy particularmente la cuestión de la reunificación de Alemania fueron objeto de todo tipo de brumosas especulaciones durante la Guerra Fría. Poco antes de la caída del muro de Berlín, un escasamente clarividente Mitterrand había dicho que la reunificación alemana no era una cuestión de años sino de décadas. Una anécdota que ilustra bien hasta qué punto fue inesperado el desplome soviético.
La clave de bóveda de aquel aparentemente invulnerable imperio soviético era la llamada doctrina Brezhnev –por el nombre del líder soviético de la época– o doctrina de la soberanía limitada de los países del Pacto de Varsovia, acuñada a sangre y fuego por el Ejército Rojo en Budapest en 1956 y en Praga en 1968. La insoportable levedad del ser del escritor checo Milan Kundera o la melancólica película Cold War de Pawel Pawlikowski reflejan bien aquel momento dramático de la Historia en que la geopolítica pesaba como una losa sobre la vida de las personas.
Finalmente el glacis soviético acabó saltando por los aires a causa de la inesperada sustitución de la Doctrina Brezhnev por la Doctrina Sinatra, formulada en 1989 por el Ministro de AAEE soviético Eduard Shevarnadze en alusión a la conocida canción My Way –que cada cual siga su camino– de Frank Sinatra. Y también, según se ha escrito, y reiteradamente recuerda Vladimir Putin, por la promesa del presidente Bush (padre) a Gorbachov –luego incumplida– de que, a cambio de permitir la reunificación de Alemania, la OTAN no se expandiría más allá del territorio germano.
Treinta años más tarde, la doctrina Brezhnev, aunque nadie la mencione, vuelve a estar de actualidad. La canción es distinta, pero la melodía, como acostumbra a suceder con la Historia, es la misma. Y por primera vez desde el final de la Guerra Fría en la prensa internacional, pero también en Washington y Moscú, se habla abiertamente de la posibilidad de una intervención directa de las dos potencias a causa de la situación en Ucrania.
¿Qué ha pasado para llegar hasta ese punto de explosividad en el que parece haberse instalado la crisis?
Hace unos días el grupo de análisis Geopoliticalcenter, con base en Italia, publicaba un editorial en el que afirmaba que Moscú obsesionada por lo que considera maniobras de Washington y la OTAN para reducir a Rusia al rango de potencia regional sin derecho a esfera de influencia ni a zona de seguridad percibe a Ucrania como un portaaviones imposible de hundir a dos pasos de su frontera.
Más allá de las valoraciones más o menos subjetivas que desde Washington o Moscú puedan hacerse, es un hecho histórico que durante la Guerra Fría los conceptos de esfera de influencia y zona de seguridad sirvieron para garantizar la estabilidad y el equilibro de poder entre las potencias nucleares y, como recuerda la editorial de Geopoliticalcenter “cualquier intento de erosionar significativamente estos elementos ha llevado siempre a situaciones extremas cuando no de guerra inminente”, con la crisis de los misiles de Cuba 1962 como ejemplo más notorio.
En 1979 en su libro L’empire éclaté, la historiadora francesa Hélène Carrère d’Encausse pronosticó la caída de la URSS como consecuencia del problema de las nacionalidades, que ninguno de los expertos kremlinólogos supo ver en su momento. Pero desafortunadamente este tipo de vaticinios son infrecuentes. No hay bolas de cristal para predecir el futuro en política internacional, ni tampoco, que se sepa, en otros órdenes de la vida.
Pero todo parece indicar que, más allá de la pirotecnia política y diplomática que estamos viendo estos días, así como del humo mediático que inevitablemente dificulta el análisis, el fantasma de Leonidas Brezhnev –ucraniano, por cierto– y de la antigua doctrina de la soberanía limitada parece sobrevolar por encima de las trincheras. Y, en este sentido, conviene no olvidar la prevista cumbre que la OTAN celebrará en Madrid en 2022 y en la que se discutirá el futuro estratégico de la organización. Un importante debate que sin duda Moscú aspira a condicionar, lo que podría explicar en buena medida toda esta retórica bélica.
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