Pedro González
Periodista
Por lo menos no se le podrá acusar al presidente francés Emmanuel Macron de falta de ambición. Desde este primero de enero y durante seis meses Francia asume la presidencia rotatoria del Consejo Europeo, con un programa que se resume en “conseguir una Europa poderosa en el mundo, plenamente soberana, libre de adoptar la política que crea más conveniente y dueña de su destino”. Tal es la meta, para cuyo logro Macron ha dispuesto nada menos que la celebración de cuatrocientas reuniones ministeriales y de instituciones y organismos comunes de los Veintisiete, a lo largo de este primer semestre. El objetivo es que, cuando Francia pase el testigo a la República Checa el próximo 1 de julio, la UE haya consolidado un puesto de gran potencia en la pugna que ahora mismo libran en la geopolítica global Estados Unidos, China y Rusia.
Los obstáculos que pueden impedirlo son muchos y de envergadura. En primer lugar, el comportamiento que adopte la pandemia del Covid-19, y la expansión de la variante Ómicron, cuyo brutal ritmo de contagio, aún cuando sea mucho menos letal que en las primeras olas, está descuajeringando muchos de los planes de estabilización y recuperación de los gobiernos europeos.
De especial relevancia es el rumbo que tome el pulso UE y OTAN de una parte, y Rusia de otra, respecto de Ucrania, escenario en el que se ventila una batalla decisiva en la que se pugna por preservar la independencia y soberanía de Kiev para decidir su propio destino, y el evidente deseo de Rusia de restablecer una nueva versión de su imperio sobre el este de Europa. Perderla sería un enorme golpe no solo para la propia Ucrania y sus vecinos, las emancipadas repúblicas bálticas y Polonia, y certificaría la reducción de la UE al indeseado papel de mero espectador de lo que acontece no sólo en el conjunto del mundo sino también, lo que es más grave, en su área de influencia más inmediata.
Una crucial elección presidencial
Y, conforme a las reglas democráticas que rigen en este gran espacio de libertad y democracia que es la Unión Europea, la propia Francia estará sometida a las tensiones de una crucial elección presidencial. El desarrollo de las dos grandes cuestiones citadas anteriormente puede influir decisivamente en lo que expresen los electores franceses. A día de hoy la izquierda y la extrema izquierda tienen unas perspectivas desoladoras, panorama que se plasma en su cada día más ostensible división y en la multiplicación de candidaturas, cuya única razón de ser no pasa de que los veteranos dirigentes socialistas, comunistas y otros populistas de ultraizquierda intenten hacerse con un lugar al sol.
Afortunadamente, tampoco parece tener a día de hoy muchas perspectivas de hacerse con el Palacio del Elíseo la ultraderecha, fragmentada esta vez entre los seguidores de la veterana Marine Le Pen y la estrella emergente del populismo Eric Zemmour.
Todo ello deja la pugna reducida seguramente a una final entre el propio Macron y la nueva líder de la derecha neogaullista Valérie Pécresse, que ya acumula mucha experiencia como antigua ministra de Jacques Chirac y de Nicolas Sarkozy, pero sobre todo como exitosa presidente de la región Isla de Francia, la más próspera y boyante del país, que aglutina París y sus departamentos periféricos.
Si, como es previsible a la vista de este panorama, volviera a ganar Macron o Francia entronizara a su primera mujer como presidente del país, la vocación europea de Francia seguiría incólume e incluso más acentuada si cabe.
De producirse la sorpresa y la izquierda, apoyada por la extrema izquierda, lograra una victoria hoy por hoy completamente fuera de lugar, el cambio podría ser dramático. Valga como ejemplo lo sucedido a las cero horas de este mismo día 1 de enero. La Torre Eiffel y el Arco de Triunfo de París, este por primera vez en la historia, puesto que siempre lucía la bandera francesa, se revistieron con la bandera europea, azul y con las doce estrellas, decisión que no fue del agrado de esa extrema izquierda, y que asimismo fue severamente criticada por la extrema derecha. Tendrán que tragarse dos tazas de ese caldo, puesto que el gesto de expandir la bandera europea por los monumentos más emblemáticos de Francia se va a prolongar por todo el país a lo largo de la primera quincena de enero e incluso más allá.
Apoyo sin fisuras de Alemania
Macron cuenta en su proyecto con el apoyo del canciller alemán, Olaf Scholz, que a su vez preside simultáneamente el foro del G-7, las potencias más ricas y desarrolladas del mundo, con exclusión aún de China y de Rusia, que fue suspendida tras anexionarse por las bravas la península de Crimea en 2014. Scholz suscribe por completo lo de “conseguir una Europa más fuerte y soberana”, apoyada por su ministra de Exteriores, la ecologista Annalena Baerbock, que ha guardado en el congelador sus veleidades antieuropeas para “apoyar plenamente el programa europeo de Francia”.
Otros objetivos, menos rimbombantes pero no por ello menos importantes, para este semestre de los galos al frente de la UE son: la instauración de un salario mínimo en toda la UE, la regulación definitiva de la tecnología digital, y la creación de un impuesto al carbono, en función de su impacto ambiental, que soportarían los productos importados en Europa. Y, en fin, last but not least, Macron quiere abordar una gran reforma del Tratado de Schengen, con objeto, dice, de “mejor proteger nuestras fronteras europeas”, especialmente frente a las crisis migratorias, quizá uno de los temas más sensibles en toda campaña electoral en cualquier país de la Unión Europea. Estamos hablando de nuevas cesiones de soberanía nacional, palabras por lo tanto muy mayores.
Parafraseando a Alfonso Guerra, no estaría nada mal que al final de este semestre a Europa no la conociera –para bien, claro está- ni la madre que la parió.
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