Eduardo González
En abril de 1679, la condesa Madame d’Aulnoy, una aristócrata francesa autora de cuentos de hadas, conoció de primera mano las celebraciones de la Semana Santa en Madrid, donde le llamó la atención la facilidad con que las damas aprovechaban las procesiones para encontrarse con sus amantes en las iglesias y el esmero con que se «desollaban vivos» los disciplinantes para agradar a sus amadas.
Las experiencias vividas por Marie Catherine Le Jumel de Barneville en Madrid (donde trabajaba como corresponsal del diario parisino La Gazete y asistió al matrimonio entre Carlos II y su compatriota María Luisa de Orleans) quedaron plasmadas en las cartas enviadas a una pariente, recopiladas en el libro Relación del viaje de España en 1670 de la Condesa D’Aulnoy.
En una de ellas,escrita el 27 de abril de 1679, la condesa relata su experiencia en Semana Santa, empezando por la Cuaresma, en la que, como pudo comprobar, “casi nadie” cumplía el preceptivo ayuno. “Véndense las bulas en casa del Nuncio, y la bula que se adquiere por tres reales permite comer manteca de leche y queso durante toda la Cuaresma y despojos los sábados de todo el año”.
Entre el Miércoles y el Viernes Santo, Madame d’Aulnoy se dedicó a recorrer Madrid para conocer las estaciones penitenciales, las procesiones de Semana Santa de las hermandades. “Suceden cosas bien distintas en aquellos días entre los verdaderos penitentes, los amantes y los hipócritas”, escribe en su carta.
“Algunas damas, con pretexto de la devoción, no dejan en tales días de ir a ciertas iglesias donde saben desde el año anterior que sus amantes irán deseosos de contemplarlas”, prosigue. En consecuencia, “los maridos que guardaron durante doce meses a su cara esposa, la pierden con frecuencia el día en que debió ella serles más fiel”.
Ese fervor amoroso se repetía incluso en las penitencias públicas de disciplinantes, un espectáculo “muy desagradable” en el que los participantes “se despellejan de una manera horrible los hombros, de cada uno de los cuales brota un río de sangre”.
“Al llegar frente a las rejas de su amada”, los disciplinantes “se fustigan con una paciencia maravillosa”, relata. “La dama observa esta caprichosa escena desde las celosías de su aposento, y por alguna señal bien comprensible les anima para que se desuellen vivos, dándoles a entender lo mucho que les agradece aquella bárbara galantería”, añade.
Por si no fuese suficiente, “cuando los disciplinantes en su camino tropiezan con una señora hermosa, suelen pararse a su lado y sacudirse de modo que al saltar su sangre caiga sobre los vestidos de la dama. Esto es una notable atención, y la señora, muy agradecida, les da las gracias”.
La condesa D’Aulnoy también conoció la gran procesión del Viernes Santo, en la que participaban todas las parroquias y en la que “se visten más las damas que en el día de sus bodas”. “La procesión sale a las cuatro, y a las ocho muchas veces no ha terminado aún; imposible me sería citar a las innumerables personas que vi en ella, empezando por el Rey, Don Juan de Austria, los Cardenales, los Embajadores, los Grandes, los Cortesanos, y todo el mundo de la Corte y de la Villa”, narra la aristócrata normanda.
En esta procesión, prosigue, se sacan “grupos de imágenes que representan los misterios de la vida y muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Las figuras son bastante malas y están mal vestidas, pero son tan pesadas que a veces no bastan cien hombres para llevar una peana sobre la cual se ostenta un misterio, y el número de peanas es muy crecido, porque cada parroquia tiene bastantes y salen todas”.