Un análisis de las narrativas épicas transferidas al deporte contemporáneo
Por González Barcos
Si bien no en alejandrinos, ni hexámetros dactílicos, ni en verso cualquiera que pudiera escribirse –pues ya no se leen estos–, la épica sigue funcionando como uno de los más grandes impulsos de nuestra conciencia colectiva. Y quizás de forma frívola, en un mundo de condiciones domesticadas, el relato épico ha ido a abrigar los sucesos del deporte; la disciplina más cercana por sus formas a los hechos bélicos, epopéyicos o, en general, legendarios. La disciplina más dada al mito, por su alcance, por su prodigiosa escultura histórica y por su capacidad para adosar personas a montones en París, Tokio, Río, Londres o donde quiera que se proponga. El deporte, catalizador de muchos de los sueños del mundo globalizado y omnisciente en el que vivimos, esgrime sus mayores argumentos ahora mismo en la capital francesa, como cada cuatro años, en los míticos Juegos Olímpicos.
Las Olimpiadas comprenden consigo los espacios más reconocidos o las disciplinas constituyentes de lo que se conoce como ‘deporte’, para cada cuatro años dar a múltiples deportistas la oportunidad de ratificar que el oficio que llevan a cabo durante sus meses laborales tiene, en sentido competitivo, más valor que el de sus muchos otros compañeros de gremio. Sin discutir sobre el imperativo de competitividad del deporte, hay que observar que es este sentido de competencia, de contienda, de disputa… uno de los principales factores que lo hacen análogo a la épica, pues, entre otras cosas, para haber un protagonista, ha de haber un vencedor.
La idea del héroe puede desarrollarse y transmitirse a través de estos personajes que, sin necesidad de un fin productivo como tal, tienen un poder de atracción solo disponible en quienes superan, no sólo la media de lo común, sino todo en su camino. En formato distinto al de la Grecia clásica, los protagonistas de nuestras narrativas épicas son todavía fundamentales en la construcción de los caminos vitales de los jóvenes, que cuentan a dedillo todos los movimientos de sus héroes para reproducirlos y conseguir sus propios éxitos. En este sentido, es manifiesta la necesidad de estas narrativas, pero ¿en qué punto se comienza a abusar de la narración épica alrededor de los deportistas?
Hay un plato principal que no puede faltar después de degustar una epopeya y esta es una buena pieza trágica. La tragedia es la inevitable acompañante de la épica, pues si esta nos demuestra la suficiencia de la voluntad para soslayar los caprichos y designios arbitrarios de la vida alcanzando así la meta propuesta; aquella –la tragedia– nos recuerda que hay metas que no se pueden alcanzar o designios no tan arbitrarios y no tan caprichosos del destino que son ineludibles. El punto en que se comienza a abusar de la épica es aquel en el que la tragedia pierde su noción reguladora, o en la que, indiferentemente del escollo a evaluar, nuestra única referencia social y cultural es la épica, la superación. Los Juegos Olímpicos, más allá de su incuestionable aptitud distractiva y su prodigiosa muestra de valores vinculados a los atletas y al deporte, son, en ocasiones, una aglomeración sintética y artificiosa de narrativas edulcoradas por la sacarosa de la épica.
UN TRABAJO, UNA PERSONA
Dotando incluso de heroicidad a historias donde no hay sino una evolución cotidiana del esfuerzo y el trabajo. Resultan muy inspiradores relatos como el de Sha’carri Richardson (la plusmarquista mundial de 100m lisos) que tras la muerte de su madre y un positivo en doping por la sustancia THC (propia de la marihuana que, por cierto, está legalizada en su Estado de residencia) ganó por primera vez el campeonato mundial de atletismo en sus categorías y se presenta hoy como candidata al oro. Sin embargo, la enseñanza de estas historias no pueden solapar la existencia de muchas otras, quizás anónimas, de los que no llegaron si quiera a los juegos olímpicos por distintas vicisitudes vitales u otras, seguramente no tan anónimas, de quienes sufrieron enfermedades mentales o relaciones patológicas con la droga tras gozar de un sitio en el olimpo del ejercicio físico.
La pretensión de estos argumentos no es la de rechazar la narrativa entorno a los deportistas, sino la de tomar perspectiva respecto de lo que realmente llevan a cabo: un trabajo. Una repetitiva y cotidiana función, profesional en este caso, que principalmente les vale para la manutención económica propia y de sus familiares. Una labor que requiere de tanto esfuerzo como muchas otras que se llevan a cabo en espacios menos mediatizados y que, en definitiva, alberga a sus héroes, sus Aquiles y también a sus personajes trágicos, sus Edipo; sus mío Cid y sus David Mills por igual cuantía. El deporte no queda exento de fracasos y de tragedias irreparables. Y asimismo no queda exento de personas. Pues pareciera incluso, que detrás de toda esa narración que se erige sobre el deporte, los deportistas quedasen no más para su personaje. Dándose una suerte de deshumanización prosaica de los deportistas, de los cuales nadie espera que salgan, que se droguen, que duerman o que recen sino de forma reflexiva –a ellos mismos–. Con ello, la única propuesta que puedo hacerles es la de disfrutar del deporte y de sus historias superadoras, conociendo sus oscuras profundidades de igual forma que conocemos las mayores conquistas y reconociendo en él no más que una metáfora o meta-fábula de la vida, en todos sus sentidos. Recordando tanto a Paris como a Aquiles, a Siegfried como a Alberich y dejar de lado la frase epítome de la épica: “del segundo no se acuerda nadie”.