Eduardo González
El 14 de abril de 1931, hace justamente hoy 94 años, fue proclamada la Segunda República Española. El nuevo régimen fue inmediatamente reconocido por Uruguay y México, pero el verdadero espaldarazo internacional vino de Francia, cuya decisión de legitimar a la nueva República inspiró a numerosos países, incluidas dos potencias inicialmente tan cautelosas como Estados Unidos y Reino Unido.
El nuevo régimen fue proclamado dos días después de que las elecciones municipales otorgaran la victoria a la coalición de republicanos y socialistas en 41 de las 50 capitales de provincia y de que el Rey Alfonso XIII, cuya figura había quedado muy deteriorada por siete años de dictadura, anunciase su decisión de abandonar España en medio de amplias movilizaciones en todo el país en contra de la Monarquía.
En el plano internacional, la Segunda República fue casi inmediatamente reconocida por dos países hispanoamericanos, Uruguay y México, que lo hicieron en una fecha tan temprana como el 16 de abril. No obstante, para que el nuevo régimen recibiera verdadera legitimidad internacional se necesitaba el apoyo de algún país con auténtico peso, y ese país fue Francia.
Como recoge un excelente estudio de Luis V. Pérez Gil, el Ministerio francés de Asuntos Exteriores había sido puntualmente informado por su Embajada en Madrid sobre los acontecimientos en España en las fechas previas a la proclamación de la República. El tema fue debatido a fondo en el Quai d’Orsay el 15 de abril, un día después del cambio de régimen, y el 17 de abril, sólo dos días después, el ministro de Asuntos Exteriores, Aristide Briand, anunció oficialmente que “el Gobierno de la República ha decidido reconocer al nuevo Gobierno español”, lo cual fue comunicado ese mismo día por el embajador Charles Corbin al Gobierno provisional de la República.
La decisión de Francia ayudó a que otros países superaran sus reticencias iniciales y para que Bulgaria, Checoslovaquia, Portugal, Polonia, Turquía, Noruega, Dinamarca, Suecia, Bélgica, China y casi todos los países hispanoamericanos hicieran lo propio en los días inmediatamente posteriores.
Por su parte, Reino Unido -cuyo principal temor era que los acontecimientos en España alteraran el equilibrio político europeo- optó desde el primer momento por guardar cautela hacia las noticias que llegaban de “este misterioso país” en el que “donde menos se piensa salta la liebre” (en palabras del embajador en Madrid, George Grahame), y se mantuvo fiel a su habitual doctrina de reconocer únicamente a los regímenes que hayan demostrado capacidad para consolidarse y controlar la situación interna. No obstante, de acuerdo con el citado estudio de Pérez Gil, la postura francesa aceleró los acontecimientos y acabó influyendo también al Reino Unido, cuyo primer objetivo inmediato fue sustraer a la nueva República de una influencia excesiva de París. Londres reconoció finalmente a la República Española el 22 de abril, un día después de que el embajador Grahame enviara un informe muy tranquilizador sobre la situación interna en España.
EEUU y Vaticano
En lo que respecta a Estados Unidos, de acuerdo con un magnífico trabajo de Aurora Bosch, la principal preocupación eran las posibles derivas revolucionarias del nuevo régimen español, como demuestra el informe que, el mismo día 14 de abril, envió a Washington el embajador norteamericano en Madrid, Irwin Laughlin, en el que aconsejaba a su Gobierno que no reconociera de momento a la República mientras no se pudieran descartar sus posibles influencias comunistas.
Al embajador no le habían tranquilizado demasiado las palabras de los propios líderes republicanos españoles, quienes le habían asegurado personalmente que la nueva República tendría una naturaleza “no comunista, civil, política, nacional y democrática”, pero estaba mucho más preocupado por unas informaciones de la prensa soviética en las que se comparaban los acontecimientos españoles con la Revolución rusa y se aseguraba que Moscú había enviado voluntarios a España para proclamar la Segunda República. Finalmente, las informaciones procedentes de Europa Occidental y Latinoamérica, e incluso las recomendaciones del presidente de la ITT, Hernand Behn, tranquilizaron a Laughlin y al Gobierno estadounidense, que reconoció a la República Española el 22 de abril de 1931, el mismo día que Reino Unido.
Ese mismo 22 de abril, la República Española fue reconocida por la Italia de Mussolini y por Alemania (a la que le quedaban dos años para la llegada de Adolf Hitler al poder), y el 24 de abril obtuvo el reconocimiento de Japón y Hungría. Por su parte, la Santa Sede optó por ajustarse a la tendencia general y reconoció a la nueva República en aplicación del principio de conceder la legitimidad a la autoridad que controle de hecho el territorio. Ello no evitó que, el 19 de mayo, el secretario de Estado del Vaticano comunicase al encargado de Negocios español la negativa papal a conceder el plácet al embajador propuesto por el Gobierno provisional, Luis de Zulueta, a causa de sus ideas “modernistas y librepensadoras”, lo cual disgustó a los miembros católicos del Gobierno provisional, especialmente a su presidente, Niceto Alcalá-Zamora. Fue el inicio de unas complicadas relaciones entre la República y el Vaticano en torno al espinoso tema de las relaciones Iglesia-Estado.
