Mario Sznajder
Profesor emérito de Ciencia Política de la Universidad Hebrea de Jerusalén
La crisis política que vive Israel en estos días tiene sus orígenes en la estructura del sistema político de este país, institucionalizado desde los años veinte del siglo pasado, en la Palestina Británica, a través de la instalación de un sistema electoral adoptado primero por las autoridades de la comunidad judía, que iba creciendo con la inmigración, y luego por el Estado de Israel desde su establecimiento en 1948. Era un sistema representativo proporcional parlamentario, de lista única nacional, con una franja de entrada al Parlamento que varió del 1% de los votos al actual 3,25%. Dicho sistema funcionó regularmente mientras los grandes partidos de la época –Laborista y Likud (nacionalista liberal)– recibían un gran porcentaje de votos que les permitían elegir socios menores para la coalición de gobierno y paralelamente eran liderados por políticos que poseían altos niveles de legitimidad por sus roles fundacionales respecto a Israel, como lo fueron Ben Gurión y Begin.
Hacia los años 80 del siglo pasado comenzó a producirse una paridad electoral entre las posibles coaliciones de gobierno lideradas por ambos partidos, y dicha situación dio como resultado gobiernos de unidad nacional liderados por Shamir y Peres. Más adelante, los grandes partidos pierden apoyo electoral y las coaliciones de gobierno son cada vez más débiles. Ello se debe a que el líder del partido que obtiene la primera mayoría electoral logra sólo poco más de un cuarto de los votos, mientras que para lograr una coalición que incluya más del 50% de los escaños parlamentarios debe pagar ‘precios’ altos a los partidos pequeños y depende cada vez más de éstos para no perder el gobierno. Este es el caso actual del Gobierno de Netanyahu.
El intento de reforma electoral de los años 90, que separó la elección del primer ministro de la elección parlamentaria –de la coalición de apoyo al Gobierno– fracasó, pues reforzó tanto ideológica como electoralmente a los partidos pequeños y se terminó por regresar, a principios de este siglo, al sistema anterior con un aumento del tanto por ciento del voto para conseguir la entrada al Parlamento.
Paralelamente, Israel no posee una Constitución escrita y en su lugar se legislaron una serie de leyes básicas que diseñan la estructura del Estado y aseguran los derechos de los ciudadanos y las minorías. En los años 90, el vacío constitucional israelí fue reparado a través del activismo judicial de la Corte Suprema, que realizó, en cierto sentido, un proceso de judicialización de la política y aplicó su autoridad para limitar las acciones de gobierno y las legislaciones que percibía como contrarias al Estado legal vigente. Esto fue visto por algunos políticos como un intento de supremacía por parte de la Corte Suprema, que coartaba la voluntad popular, expresada a través de las elecciones parlamentarias.
Entre tanto, la debilidad de los grandes partidos políticos y las tendencias personalistas y populistas –que fueron aceleradas durante los años en que la reforma electoral llevó a la separación de la elección del primer ministro de la del Parlamento (Knesset)– llevaron a que, entre 2019 y 2022, Israel realizara cinco elecciones nacionales en las que los grandes partidos tuvieron muchas dificultades en generar coaliciones estables de gobierno. La última elección, del 1 de noviembre 2022, concedió la primera mayoría al Likud, y su líder, Netanyahu, ha formado una coalición de gobierno que ellos mismos calificaron como “totalmente de derecha”. La coalición incluye, fuera del Likud, tres partidos ultraortodoxos y dos partidos nacionalistas religiosos. Uno de los problemas de la misma es que contiene no pocas contradicciones ideológicas entre sus miembros y genera también serias disputas por el liderazgo de cada uno de los sectores. Un problema adicional es que incluye un partido –el del Poder Judío, liderado por Ben Gvir– declaradamente antiárabe, en términos racistas.
Entre las propuestas electorales de este bloque de partidos, que conforman el actual Gobierno, sobresalía la de la reforma judicial, cuyo contenido central era quitarle a la Corte Suprema de Israel su rol y autoridad con respecto a la revisión de la legislación, así como sobre las acciones del Gobierno y su poder de frenar todo lo que considerara como antidemocrático y en oposición a la legislación básica existente. Esto se llevaría a cabo a través de una serie de leyes que cambiarían la comisión de elección de jueces, quitando a la Corte Suprema el derecho de vetar nombramientos de jueces e introduciendo una mayoría representativa de la coalición de gobierno en esta comisión. Otra ley propuesta otorgaría al Parlamento, con mayoría de 61 votos, la facultad de sobreponerse a cualquier decisión de carácter político de la Corte Suprema. Más allá de éstas, se propone debilitar la autoridad de control que posee la Fiscalía General respecto a nombramientos y actos de gobierno, y una serie de medidas que prácticamente eliminarían las facultades políticas del Poder Judicial dentro del actual sistema israelí de checks and balances (frenos y equilibrios destinados a impedir que ninguna de las ramas del Estado adquiera supremacía sobre las otras dos).
El argumento de Netanyahu y sus aliados de coalición es que poseen la facultad de realizar esta reforma o revolución judicial, pues el pueblo así lo ha querido y lo ha manifestado a través del voto en la última elección. Fuera de esto, Netanyahu y sus aliados esgrimen argumentos de “política de identidades”, que sostienen que Israel, aunque gobernado por coaliciones lideradas por el Likud, sigue en manos de las antiguas elites askenazíes originarias del laborismo histórico; y esto significa la discriminación de los judíos orientales de las instituciones de poder, como la Corte Suprema y el sistema judicial, la elite académica, la financiera, la de la alta tecnología y hasta ciertas elites militares.
La celeridad con que Netanyahu y la coalición de gobierno intentaron legislar esta reforma provocó una reacción de protesta popular inesperada y surgida del seno de la sociedad civil, sin un claro liderazgo político, ya que la oposición parlamentaria fue prácticamente arrastrada por la protesta popular. A todo esto, hay que agregar que la protesta se enfoca no sólo en la reforma sino en el interés personal de Netanyahu, quien enfrenta tres procesos judiciales por corrupción y la descalificación judicial de Deri, el líder de Shas, partido ultraortodoxo sefardita para servir como ministro en la presente coalición.
Las protestas masivas y las fuertes críticas internacionales, especialmente desde EE. UU. y la Unión Europea, sumadas a un clima de inestabilidad que debilita el valor de la moneda nacional –Shekel–, el retiro de capitales y las amenazas en el área de la seguridad interna e internacional, han fortalecido las protestas y creado coaliciones entre sectores que parecían irreconciliables antes de estos últimos hechos. Así, reservistas en unidades de élite han manifestado que no seguirán sirviendo en sus roles militares bajo una dictadura de Netanyahu, ya que, si todo depende de una mayoría parlamentaria sin equilibrio entre los poderes, esa mayoría que forma la coalición de gobierno delegaría su autoridad parlamentaria en éste y el Gobierno estaría en manos del primer ministro, a quienes los activistas de la protesta consideran un futuro dictador. Ante ello, las protestas masivas han incluido bloqueo de caminos centrales y paralización de actividades.
A todo esto se suma el hecho de que el ministro de Seguridad (Defensa), Galant, exigió a Netanyahu frenar la legislación de las reformas debido a que la situación de seguridad –frente a Irán, Hizbolá, Siria, Cisjordania y Gaza–, en este mes de Ramadán se percibe como peligrosa y es un mal período para sumar falta de estabilidad interna. Netanyahu impidió que Galant hiciera una declaración pública explicando todo esto, aunque Galant la hizo aprovechando que Netanyahu se encontraba de visita oficial en Londres. Netanyahu reaccionó declarando que Galant no seguiría al frente del ministerio de Seguridad (Defensa), pero no le envió la carta de despido. En el momento que Netanyahu despidió a Galant, en la noche del pasado domingo, una gran multitud salió a la calle en todo el país a protestar contra esta medida y a la mañana siguiente, en una reunión especial, la Histadrut (Confederación del Trabajo), en coordinación con las asociaciones de industriales, comerciantes y directores de bancos, declararon una huelga general que paralizó el aeropuerto Ben Gurión y amplios sectores de todo el país.
A raíz de todo esto y al cabo de un día de intensas negociaciones dentro de la coalición de gobierno –frente a los partidos nacionalistas religiosos, quienes, por problemas que han tenido en el pasado y problemas de asentamientos en Cisjordania, eran los que más exigían la reforma, y junto al ministro de Justicia, Levín, que es el autor del plan de reforma–, Netanyahu declaró que la reforma está detenida durante el próximo mes para dar lugar a una negociación conciliadora que produzca una reforma acordada del sistema legal israelí, en unas negociaciones que serán guiadas por el presidente Herzog.
Queda claro que legislar una Constitución en estos momentos, con las múltiples fracturas de la sociedad israelí alineándose en dos bloques polarizados, es una quimera. También hay que comprender que detrás del intento de reforma-revolución judicial, hay un sistema político inoperante que debe ser reformado y actualizado para poder enfrentar los múltiples desafíos de Israel en el siglo XXI, que son muy distintos que los de hace un siglo cuando este sistema comenzó a ser institucionalizado.
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