Javier Rupérez
Embajador de España y Patrono de FAES
El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, en su discurso inaugural de la sesión de la Asamblea General del organismo, que todos los años tiene lugar en Nueva York a partir del mes de septiembre, y ante una sala casi vacía, no ha podido ser más sombrío: “En un mundo que parece vuelto del revés, este Salón de la Asamblea General es uno de los lugares más extraños de todos. La pandemia de COVID-19 ha cambiado nuestra reunión anual hasta hacerla irreconocible. Sin embargo, también ha hecho que sea más importante que nunca. En enero me dirigí a la Asamblea General y señalé a ‘cuatro jinetes’ entre nosotros, cuatro amenazas que ponen en peligro nuestro futuro común. En primer lugar, las tensiones geoestratégicas globales más intensas que hayamos presenciado en años. En segundo lugar, una crisis climática existencial. En tercer lugar, una profunda y creciente desconfianza mundial. Y en cuarto lugar, el lado oscuro del mundo digital. Pero había un quinto jinete al acecho en las tinieblas. Desde enero, la pandemia de COVID-19 ha galopado por todo el mundo, uniéndose a los otros cuatro jinetes y aumentando la furia de cada uno de ellos. Y cada día que pasa, el trágico balance de víctimas aumenta, las familias lloran, las sociedades se tambalean y los pilares de nuestro mundo retiemblan en sus ya endebles cimientos. Nos enfrentamos simultáneamente a una crisis sanitaria que hace época, a la mayor calamidad económica y pérdida de empleo desde la Gran Depresión y a nuevas y peligrosas amenazas para los derechos humanos. La COVID-19 ha puesto en evidencia las fragilidades del mundo. Desigualdades en aumento. Catástrofe climática. Divisiones sociales cada vez más profundas. Corrupción desenfrenada. La pandemia se ha aprovechado de estas injusticias, se ha cebado en los más vulnerables y ha hecho desvanecerse de un soplo el progreso de décadas. Por primera vez en 30 años, la pobreza está aumentando. Los indicadores de desarrollo humano van a la baja”.
Es difícil no coincidir con el diagnóstico. Tampoco no celebrar el que exista una institución, y con ella sus rectores, con la suficiente autoridad y eco bastante para llamar la atención sobre los problemas que afectan a la humanidad, evocando al mismo tiempo las medidas y los resortes que pudieran servir para atajar las calamidades, suscitar consensos, arbitrar respuestas y procurar la viabilidad de un mundo más estable, más pacífico y más justo. Y si bien se mira, esa es precisamente la grandeza y la utilidad de la organización de la que ahora celebramos su 75 aniversario.
Las Naciones Unidas, tras la II Guerra Mundial, aportaron al mundo destrozado del momento lo que la Sociedad de las Naciones, tras la I Guerra Mundial, no había conseguido reunir tras el no menos derruido suyo: una vocación de universalidad, capacidad normativa, estabilidad institucional, una articulada previsibilidad. La prueba de su éxito, por relativo que sobre ello quiera ser el juicio, está tanto en su perdurabilidad como en su alcance: los 75 años han contemplado su extensión de los 51 miembros originarios a los 193 actuales. Su orden del día –que por primera vez en la historia de las relaciones interestatales introdujo el respeto a los derechos humanos como obligación jurídico internacional, y que a lo largo de los años ha venido ocupándose y dictaminando sobre todos los problemas que a la ciudadanía mundial aquejan– puede ser resumido en un expresivo dato: han sido 75 años sin una guerra mundial. Es evidente que confrontaciones bélicas de tipo y alcance diverso no han faltado en ese largo periodo. Como también lo es el que naciones, sociedades y grupos han violado con frecuencia las normas de comportamiento que la Carta fundacional y los instrumentos derivados han establecido para regular la vida internacional de relación. En el claroscuro, conviene recordar algunas certidumbres: la ONU no pasa de ser una organización intergubernamental en la que los primeros y últimos propietarios son los Estados miembros, al final verdaderos responsables de lo que en el universo ocurre. Pero también el hecho de que con su misma existencia y el continuo recordatorio de las obligaciones que su sistema propone, ofrece un marco de aprobación o de condena explícitos para todo aquel que de sus preceptos se aleje. Foro permanente de negociación –siguiendo aquello que para Churchill era artículo de fe, “mejor hablar y hablar que disparar y disparar”– es también el lugar en donde, en el mejor de los casos, los violadores reciben el justo castigo de la pérdida de reputación: a los que el mundo avergüenza con el hecho de nombrarlos. En el peor, y aunque no sea muy frecuente, autoriza el uso de la fuerza para reprimir al culpable. No hay nadie que de momento ofrezca mucho más.
Claro que este no es un mundo perfecto y tampoco el adjetivo corresponde exactamente con todo lo que las Naciones Unidas representan y acometen. Pero estos sus primeros 75 años merecen no solo una calurosa felicitación, sino también el profundo deseo de que cumplan al menos otros tantos en el trabajo que supone la búsqueda de un mundo más justo, más próspero, más igualitario, más humano. Porque conviene no engañarse al respecto: si las Naciones Unidas no existieran habría que inventarlas.
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