Melitón Cardona
Ministro plenipotenciario jubilado
Está en marcha a escala mundial una rebelión de todo cuanto perdedor pulula a sus anchas por la sociedad del bienestar que ha sido incapaz de aprovechar. Hoy el necio aspira a igualarse con el letrado, el impotente con el potente, el degenerado con el normal, el débil con el fuerte y el delincuente con el honrado. Es esa atracción fatal del igualitarismo que ya percibió en el siglo XIX Tocqueville cuando decretó que «democracia y socialismo sólo tienen en común una palabra: igualdad. Pero nótese que mientras la democracia busca la igualdad en la libertad, el socialismo la busca en la limitación y la servidumbre». No se aspira a la igualdad de oportunidades porque quienes la han tenido y desaprovechado reclaman la que su indolencia ha desperdiciado.
Es muy significativo que hoy se derriben o pintarrajeen estatuas de personas eminentes por analfabetos e indignados que ignoran incluso lo que les incita a tal iconoclasia, pero más patético resulta comprobar que al menos los talibanes, semianalfabetos como también son, saben muy bien por qué destruyen las estatuas que les incomodan, mientras los hijos de las sociedades del bienestar ni siquiera saben por qué lo hacen, más allá de por obedecer a un sentimiento difuso e impreciso de destrucción y desorden.
Dicho lo anterior, conviene no engañarse ya que no toda la culpa está de lado de esos analfabetos desagradecidos: sin la inestimable colaboración de las minorías selectas que nos desgobiernan jamás se hubiera llegado a este estado de cosas. Se ha degradado el propósito de la igualdad de oportunidades convirtiéndola en un todo a cien igualitario que regala titulaciones inmerecidas sin fin que son fuente de frustración posterior cuando pretenden ofrecerse en un mercado que las rechaza por su evidente inanidad. Es un paradigma de la irrelevancia de las buenas intenciones en la acción política. Se percató Milton Friedman al decir que estaba convencido de que la ley del salario mínimo en Estado Unidos era «la más antinegro de nuestra legislación: en sus efectos, no en su intenciones», lo que me lleva a evocar la incisiva percepción de Max Weber al distinguir entre la ética de los principios (Gesinnungsethik) y la de la responsabilidad (Verantwortungsethik), algo que una gobernante como Angela Merkel debería haber tenido en cuenta antes de aceptar en su territorio, vulnerando la normativa europea, a un millón de solicitantes de asilo que dispararon los índices de xenofobia en el país que también desgobierna y socavaron sus fundamentos culturales.
El hecho de que la pandemia destructiva coincida con la no menos destructiva sanitaria daría qué pensar si quienes nos desgobiernan no fueran como aquellos almirantes que definió Ambrose Bierce como «partes de un buque de guerra que se encargan de hablar, mientras los mascarones de proa se dedican a pensar».
© Todos los derechos reservados