María José Prieto
Los austeros paisajes castellanos siempre acompañaron a Antonio Machado. El poeta descubrió en Soria una naturaleza pura, acompasada por el fértil devenir del río Duero y la belleza plomiza de los peñascos. El libro Campos de Castilla, publicado en 1912, desgrana el encanto de las cosas humildes componiendo algunos de los versos más conmovedores de la poesía universal. En esta pequeña capital conoció a Leonor, el gran amor de su vida y, en su memoria, atesoró la estancia castellana como el tiempo más feliz de su existencia. El poeta murió en el exilio el 22 de febrero de 1939 en Colliure, Francia. Este año se conmemora el 80 aniversario de su muerte.
El poeta encontró en Soria lo esencial. La crudeza de un paisaje hosco pero de inmensa profundidad. Antonio Machado llegó a la capital castellana el 28 de octubre de 1907 para ocupar la Cátedra de Francés del viejo Instituto. Su primera visión fue la desaparecida estación de San Francisco, una estructura arcaica en una España de escuetos viales.
En la recia urbe se instaló primero en una casa de huéspedes del viejo Collado, donde convivió con otros inquilinos: un catedrático, un médico y un delineante de Obras Públicas. El profesor se adaptó bien a las obligaciones de una pequeña ciudad de provincias, un reducto tranquilo donde apenas sobrevenían azares y el tiempo discurría entre clases, tertulias, cafés y calmados paseos de pensamiento desacelerado.
A los dos meses de su llegada, se instala en otra casa de huéspedes, también familiar, la de doña Isabel Cuevas, en la antigua plaza de Teatinos. La ilusión irrumpe de frente ante el poeta. La hija de la propietaria, Leonor Izquierdo Cuevas, es una niña de trece años que despierta la atracción de Machado.
Ambos inician su relación en secreto. En 1909, él con 34 años, y Leonor con catorce, hacen públicos sus sentimientos ante el estupor de sus padres. Pero no sólo los progenitores desaprueban el amorío, muchos se escandalizan por su evidente diferencia de edad. El catedrático es un hombre desaliñado, introvertido, de aspecto más vetusto que el que corresponde a sus años. Leonor es una muchacha frágil, delicada, que está obnubilada por la imagen y la obra del poeta. El 30 de julio de 1909, apenas un mes después de que Leonor cumpliera quince años, se casan en la iglesia de La Mayor de Soria.
Machado halló en el lienzo castellano la lozanía de una naturaleza pura. Un remanso de paz donde brillan las pequeñas estampas. Los pájaros, las flores, los olmos y los peñascos cenicientos acompañan al poeta en sus paseos. Sus tardes entre San Polo y San Saturio, adentrándose en la fértil ribera del Duero, entretejen un intenso sentimiento de admiración por la tierra de su esposa. Así surgen los versos en Campos de Soria: “Las tierras labrantías, como retazos de estameñas pardas, el huertecillo, el abejar, los trozos de verde obscuro en que el merino pasta, entre plomizos peñascales, siembran el sueño alegre de infantil Arcadia”.
El catedrático ahonda en los adustos terruños, viaja hasta el nacimiento del Duero, el Pico de Urbión y de ahí a la Laguna Negra. De esa impresión nace el romance “La Tierra de Alvargonzález”. La huella profunda de su estancia soriana le escoltará a lo largo de su vida.
Un espacio de aire puro
En 1911, Antonio solicita una beca en Francia y los ilusionados esposos viajan a París. Por las mañanas el poeta cumple con sus deberes académicos. Por las tardes recorre junto a su esposa los rincones parisinos y descubre una ciudad llena de luz. Pronto, la joven enferma de tuberculosis. El doctor recomienda para Leonor un lugar de aire puro, un espacio para el reposo. Soria regresa a sus vidas.
En la primavera de 1912, Machado alquila una casita camino del Mirón, desde la que emprende ligeros paseos con su mujer, recostada ya sobre una silla de ruedas. Su aspecto cansado y enfermizo anuncia el peor de los finales. Muere el primero de agosto. Y allí yace, en el pequeño cementerio soriano, a pocos metros del olmo seco. Inconsolable, tan solo acompañado por la tristeza y el desgarro provocado por la pérdida del ser amado, abandona la capital castellana con destino a Baeza.
El catedrático volvería a Soria en 1932 para recibir el título de hijo adoptivo con el que le homenajeó el Ayuntamiento. Machado recoge con humildad el nombramiento: “Nada me debe Soria, creo yo, y si algo me debiera sería muy poco en proporción a lo que yo le debo: el haber aprendido en ella a sentir a Castilla, que es la manera más directa de sentir a España. El hijo adoptivo de vuestra ciudad, ya hace muchos años que ha adoptado a Soria como patria ideal”.
Los ojos del poeta en la panorámica del Parador
Toda la ciudad evoca la pasión por Machado. La esencia del poeta se respira en cada rincón, en el carácter moderado y frugal de sus calles y gentes. En el Parador de Soria también. Desde lo alto del Parque del Castillo, donde se ubica, sus amplios ventanales dejan entrar el paisaje soriano, que no deja indiferente a ningún visitante.
La panorámica de la ciudad se hace única, para contemplarla despacio, para disfrutarla con paz desde sus habitaciones o sentado a la mesa del restaurante.
Allí el equipo de Cocina de Carlos Aldea prepara con mimo platos de la cocina tradicional soriana como alubias, migas, asado de cordero o sopas de ajo combinadas con elaboraciones más innovadoras como el cochinillo deshuesado y prensado o el costillar de cordero lechal.