Sergi Rodríguez López-Ros
Vicerrector de la Universitat Abat Oliba CEU de Barcelona
Hace casi tres décadas, entre los fastos por la celebración de las Olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y la Capitalidad Cultural Europea de Madrid, pasó casi inadvertida la publicación de un pequeño ensayo de Rafael Argullol y Eugenio Trías, uno de los únicos filósofos españoles de los últimos 50 años capaz de crear un sistema orgánico y original de pensamiento. El libro se llamaba El cansancio de Occidente. En él sus autores apuntaban a que, acomplejada por la barbarie de las dos guerras mundiales y adormecida por el aparentemente insondable estado del bienestar, la civilización occidental agonizaba por el individualismo, el nihilismo y el hedonismo.
Aquella falsa seguridad, derivada del desarrollismo occidental y la transformación axiológica de la década de 1960, se vio zarandear con la revolución iraní de 1978, las guerras yugoslavas de 1991-2001, el yihadismo iniciado en 2001, el despliegue chino desde 2008 y repliegue estadounidense desde 2009, la crisis europeísta de 2007-2016 (aun en curso) y la pandemia iniciada en 2020. Como recientemente afirmaba el también filósofo Angelo Petroni, en Federalismi, nuestro reloj vuelve a marcar las horas de 1949, momento de inicio del proyecto atlantista. El eje Norteamérica-Europa, a pesar de la caída del comunismo en 1989, está actualmente en sus horas más bajas.
Ocuparía más espacio del que la prudencia me aconseja para este artículo analizar sus causas, que son las tres de fondo que advirtieron Trías y Argullol. Si las llevamos a un nivel práctico, Occidente ha construido la agenda política sobre el idealismo, ha dejado caer a sus clases medias, ha confundido las libertades individuales con las colectivas, ha hecho un cálculo irreal del coste del sistema de bienestar, ha abandonado el liderazgo tecnológico y la soberanía productiva, ha primado el interés particular sobre el universal, y ha transformado la cooperación en una nueva forma de colonialismo. El resultado está a la vista: populismos interiores e irrelevancia internacional.
Afganistán, el caso más paradigmático junto con el de Yugoslavia, ha sido una doble derrota de Occidente. En primer lugar, ha dejado a su suerte el incipiente proyecto de garantía de los derechos humanos en el país, devastado por las invasiones rusas (1979-1989) y norteamericanas (2001-2014). En segundo lugar, no ha sabido impulsar un modelo inculturado de democracia, limitándose a imponer un modelo occidentalizado. Como resultado, la democracia ha sido vista en los países musulmanes como una aculturación. Tal fue la causa del incendio del cine Rex en Teherán, en 1978, y tal fue también el origen de la desestabilización del Magreb desde 2010, con las llamadas Primaveras Árabes. Lejos de partir de la Fálsafa o del Euroislam, que pretendían una síntesis autóctona entre libertades y comunidad, los países occidentales han querido llevar allí no ya un modelo griego de democracia sino uno de cuño anglo-francés, el mismo que ya fracasó en Oriente Medio y Extremo Oriente, desde Indochina a Vietnam. De hecho, las imágenes de estos días recuerdan, lamentablemente, a la caída de Saigón en 1975.
El yihadismo no es un fenómeno religioso sino cultural. Es un subproducto del integrismo. Procede de una interpretación rigorista del islam producto del rechazo de la modernidad entendida como una forma de vida basada, por una parte, en los tres contravalores que Trías y Argullol ya advertían como nocivos para Occidente y, por otra, en el mantenimiento de unas prerrogativas de una clase dominante, los Señores de la Guerra, que algunas multinacionales (y estados) han apoderado para seguir adquiriendo recursos naturales sin generar riqueza compartida. Obviamente, no todo es disculpable: ese integrismo, contrapuesto al proceso de ijtihād, de hermenéutica, es una negación de las libertades individuales, con lo que ello comporta de imposición de formas de vida y de limitación de hábitos personales. Eso resulta intolerable.
Nada se consigue de golpe. Las revoluciones siempre han traído violencia y sufrimiento. Todo debe ser producto de un proceso realizado desde el diálogo entre los derechos humanos y los sustratos culturales, con unas claras líneas rojas. En ese proceso los medios de comunicación, como los sistemas educativos, deberían haber tenido un papel esencial. No se puede transformar un país sólo militarmente, papel que en cambio resulta esencial para crear las condiciones de paz para que actúen la política, la educación, la economía y la comunicación. La decisión política de abandonar ahora a su suerte a quienes lo estaban iniciando es no sólo una deslealtad hacia ellos sino todo un fracaso: el fracaso de Occidente, desde Estados Unidos a la Unión Europea. Lamentablemente, bajo los adoquines de las calles de París, no había ninguna playa sino un remolino. Quienes se van a ahogar ahora en él son quienes no sean capaces de subir al último de los aviones que despegue del aeropuerto de Kabul.
© Todos los derechos reservados