Pedro González
Periodista
Jamás había contemplado Michelle Bachelet un retroceso en el respeto a los derechos humanos como el que ahora mismo se está operando en muchos países y regiones del mundo. Así lo ha expresado la alta comisaria de Naciones Unidas en la apertura de la 47ª sesión del Consejo de Derechos Humanos, con sede en Ginebra.
Las violaciones, cada vez más más intensas, extensas y flagrantes, son especialmente evidentes, a juicio de Bachelet, en China, Hong Kong, Rusia, Nicaragua, Bielorrusia, Birmania y en la región etíope de Tigray, y serán objeto de un examen pormenorizado durante los debates, que habrán de prolongarse hasta el próximo 13 de julio.
La alta comisaria, que ocupara por dos veces la presidencia de la República de Chile, afirmó sentirse especialmente perturbada por la violencia y los abusos que se están cometiendo en Tigray, donde el disidente Frente Popular para la Liberación del Tigray sostiene desde hace tres meses una guerra civil con el poder central de Addis Abeba, conflicto que ya contabiliza más de 50.000 muertos, 60.000 refugiados en el vecino Sudán y un cuantioso relato de exacciones sobre la población civil de esta región. “Informes perfectamente creíbles –afirmó Bachelet- dan cuenta de que soldados eritreos operan en Tigray y continúan perpetrando violaciones de los derechos humanos y contra el derecho humanitario”.
Las ejecuciones extrajudiciales, las detenciones arbitrarias y las violencias sexuales, no solo contra mujeres adultas sino también contra niños y niñas, componen un cuadro aterrador de lo que está acaeciendo en Etiopía, donde otros informes dan cuenta asimismo de estallidos de violencia interétnicos, en un país sobre el que vuelve a planear la siniestra sombra de nuevas hambrunas.
China no admite que nadie se meta en sus asuntos
El catálogo de datos que parecen avalar este “retroceso jamás visto en los derechos humanos” hace especial hincapié en los casos de China, Rusia y Bielorrusia. Respecto de China, Bachelet se hace eco de las numerosas denuncias que demostrarían que al menos un millón de uigures, practicantes de la religión mahometana, estarían recluidos a la fuerza en “campos de reeducación”, sometidos a continuos malos tratos y vejaciones. Unas acusaciones que ha intentado rebatir de inmediato el portavoz de la misión china en Ginebra, Liu Yuyin, que en una nota enviada a los medios de información califica de “erróneas” las afirmaciones de Bachelet, a la que acusa a su vez de “injerirse en los asuntos internos de China”. Para el portavoz chino, los denominados campos de reeducación son en realidad “centros de formación profesional”, e invita a la alta comisaria a que visite China, incluyendo la provincia de Xinjiang, “pero no para llevar a cabo una investigación fundada a priori sobre la presunción de culpabilidad, sino una misión amistosa que promueva los intercambios y la cooperación”.
No es menor tampoco la preocupación de la alta comisaria sobre la situación de Hong Kong, donde la aplicación de la reciente Ley de Seguridad promovida por Pekín ha acabado de hecho con los últimos vestigios de libertad de la antigua colonia británica, y donde los líderes opositores no tienen más alternativas que la prisión o la huida hacia el exilio si quieren seguir sosteniendo un pensamiento libre.
Es la misma inquietud que sacude a Bachelet respecto de Rusia y Bielorrusia. Sobre esta última, el aplastamiento cada vez más violento de las libertades por la dictadura de Alexander Lukashenko se traduce en un progresivo acogotamiento de la población civil, condenada asimismo al silencio forzoso o la escapada hacia el exilio, si pueden salir a tiempo antes de ser detenidos y torturados.
En cuanto a Rusia, el caso del opositor Alexei Navalny, ya abordado también en la pasada cumbre entre los presidentes Joe Biden y Vladimir Putin, es el caso más emblemático de la progresiva aniquilación de toda disidencia. Michelle Bachelet se declara “consternada por las medidas que impiden toda crítica al poder e incluso la posibilidad de presentarse a las próximas elecciones”. La alta comisaria hace así referencia a la reciente sentencia emitida por un tribunal de Moscú, que tras un proceso a puerta cerrada ha declarado “extremistas” a las tres organizaciones a través de las cuales Alexei Navalny difundía sus informes y propuestas para una forma distinta de vivir en libertad y gobernar Rusia.
El poder judicial ruso ha trillado el camino para laminar cualquier posibilidad de oponerse a los dictados del presidente Putin, al calificar tanto a periodistas como a las ONG de “extremistas”, “agentes extranjeros” u “organizaciones indeseables”, epítetos que conllevan automáticamente la incautación de bienes y útiles de trabajo, la ilegalización y desarticulación de sus actividades, y el enjuiciamiento y encarcelamiento de los que no acaten su puesta de hecho fuera de la ley y de la sociedad rusa.
La dictadura militar de Myanmar, la enloquecida satrapía de los Ortega-Murillo en Nicaragua, la persecución y confiscación de bienes a los opositores en Venezuela, sin olvidar muchas otras regiones de América, África y Asia, serán objeto sin duda de debates que se presumen harto acalorados. Probablemente, las conclusiones de los mismos no harán cambiar de inmediato la conducta de quienes son los más directos responsables de este inquietante paso atrás en el respeto a los derechos humanos. Pero, al menos, que no gocen también del silencio cómplice del resto del mundo libre y se sientan siquiera un poco menos impunes.
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