Mohamed Guma Bilazi
Periodista, analista y traductor libio
El autoascendido a mariscal, Jalifa Haftar, líder del llamado “Ejército Nacional Libio”, ubicado en la parte oriental de Libia, organizó el pasado sábado, 29 de mayo, una parada militar en el centro de la ciudad de Bengasi, para conmemorar el séptimo aniversario de la llamada “Operación Karama (dignidad en árabe)”, que lanzó en febrero de 2014 contra varias zonas del país y se convirtió en guerra civil, además de un gran conflicto, tanto a nivel nacional como internacional.
La incursión militar de Haftar contra la capital, Trípoli, que duró desde el 4 abril de 2019 hasta el 23 de octubre de 2020, acabó en un fracaso rotundo y no alcanzó su objetivo fundamental: proclamarse pleno jefe del país. Sin embargo, ante su avanzada edad y mala salud, según informaciones fidedignas, sus expectativas le llevaron a pensar en legar su puesto a sus dos hijos, Saddam y Jaled, ambos oficiales de su ejército.
El desfile militar del pasado sábado ha supuesto un desafío directo por parte de Haftar no solo a la voluntad de los ciudadanos libios, quienes anhelan la paz y la estabilidad de su país, sino a todos los esfuerzos de la Comunidad Internacional por alcanzar la paz en Libia, cuyas grandes potencias, incluso las que respaldaron a Haftar algún día, optaron por intervenir para establecer la paz y el entendimiento en Libia y poner fin a las hostilidades bélicas que llevaron al país hasta límites insospechados, causando cientos de miles de muertos, heridos y desplazados, y una paralización, casi completa, de la economía del país.
El proyecto de Haftar de legar a sus hijos un poder que aún no posee, deja al descubierto sus intenciones de crear un régimen déspota y una dictadura que sería continuación de la de Muamar El Gadafi, quien fuera su guía en asaltar el poder a través de golpes de Estado y derramamiento de sangre.
Legar un poder a los descendientes o hermanos fue, hasta hace dos décadas, el fin principal de los dictadores árabes, tanto en sus cabalgaduras alargadas en el tiempo, como la de Gadafi en Libia, o las de corto recorrido, como la de Baji Sebsi en Túnez.
Haftar ha intentado, por activa y por pasiva, encontrar apoyo internacional a fin de hacer que la empresa militar en la que se ha embarcado, no quede a la deriva. El efímero apoyo que tuvo principalmente del expresidente estadounidense, Donald Trump, se ha esfumado en cuestión de meses, y el respaldo militar y político prestado por el gobierno francés ha tenido que ser suspendido tras las nuevas orientaciones políticas que apoyaban, unánimemente, al recién creado gobierno de unidad nacional, único gobierno legítimo, ubicado en Trípoli.
A Haftar, tan repudiado por la gran mayoría de los ciudadanos libios como abandonado a su suerte por casi todas las potencias regionales e internacionales, no le queda sino retirarse de la escena política y militar hasta que llegue la hora de su muerte, y deberá dejar que el país y sus ciudadanos pasen página a unas décadas llenas de sufrimiento y sangre, porque a esta altura del siglo XXI no caben las dictaduras y no queda lugar al despotismo, al menos en Libia, que ya lo ha sufrido como ningún otro país durante más de cuatro oscuras décadas.
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