Eduardo González
Hoy se cumplen veinte años desde la entrada oficial del euro en los mercados financieros internacionales y desde la puesta en marcha del Eurosistema, el actual marco de política monetaria para buena parte de Europa.
El 1 de enero de 1999 entró en vigor el Reglamento correspondiente a la tercera fase de la unión económica y monetaria, en virtud del cual el euro pasaba a convertirse en la moneda única de once Estados (Bélgica, Alemania, España, Francia, Irlanda, Italia, Luxemburgo, los Países Bajos, Austria, Portugal y Finlandia) que representaban a casi 300 millones de habitantes. El objetivo de la nueva moneda –que empezó a cotizar el 4 de enero a un precio de 1,1789 dólares estadounidenses- era incrementar la integración europea y garantizar el crecimiento económico de la UE.
Durante sus tres primeros años de existencia, el euro existió básicamente como moneda escritural para los mercados financieros, mientras las administraciones y las empresas adoptaban las medidas necesarias para adaptar su contabilidad, para indicar los precios de sus productos tanto en euros como en monedas nacionales y para desarrollar un amplio programa de información pública destinado a acostumbrar a los ciudadanos a la nueva divisa continental.
Pasado el periodo transitorio, el uso generalizado el euro por parte de los ciudadanos llegó el 1 de enero de 2002, cuando empezó a circular en doce Estados de la Unión Europea (los arriba indicados, más Grecia, que entró en el club en 2001). El 1 de julio de ese año, el euro se convirtió definitivamente en la nueva moneda de más de 300 millones de ciudadanos, en sustitución de las monedas nacionales, entre ellas la peseta. Los billetes y monedas nacionales dejaron de ser de curso legal el 28 de febrero de 2002. El 1 de enero de 2007 el euro pasó a ser la moneda legal en Eslovenia, el 1 de enero de 2008 en Chipre y Malta, el 1 de enero de 2009 en Eslovaquia, el 1 de enero de 2011 en Estonia, el 1 de enero de 2014 en Letonia y el 1 de enero de 2015 en Lituania.
Al margen del periodo de transición de tres años, el 1 de enero de 1999 ya se produjo un cambio fundamental para la nueva divisa continental, ya que, en virtud del nacimiento del llamado Eurosistema, la potestad de establecer el precio del dinero y de fijar la política monentaria pasó de los bancos centrales de los países de la Eurozona al Banco Central Europeo (BCE), que de inmediato fijó el tipo de interés común en un 3%.
La crisis de 2008
Sin pretenderlo, aquella medida –y la falta de una unión económica y monetaria más estructurada y con mayor capacidad política y presupuestaria- creó las condiciones adecuadas para la aparición y el estallido de la burbuja inmobiliaria y, por tanto, para la posterior crisis financiera de 2008.
La crisis arrancó en Estados Unidos pero se ensañó especialmente con la Eurozona, especialmente con Grecia, Irlanda, Portugal, Italia y, obviamente, España. Aquella crisis no sólo puso en duda la idea tan extendida de que la pertenencia a la zona euro era una garantía contra las quiebras financieras, sino que obligó a los países a acudir al rescate de la UE para salvar a sus bancos y superar la brutal caída de las inversiones en deuda pública, todo ello salpicado por la adopción de unas políticas económicas obsesivamente orientadas a la austeridad presupuestaria.
Lo que hubiera podido ser una crisis definitiva para el euro se salvó en buena parte (sin olvidar sus fuertes secuelas de desempleo, de desinversiones públicas y privadas, de pérdidas de derechos sociales y de euroescepticismo, aún bien latentes) gracias a la decisión del actual presidente del BCE, Mario Draghi, de saltarse los cánones de la ortodoxia monetaria y evitar la ruptura de la unión monetaria bajando drásticamente los tipos de interés y dedicando más de 2,6 billones de euros a la compra de bonos europeos, una política similar a la adoptada por la Reserva Federal de EEUU y el Banco de Inglaterra para superar la crisis.
El pasado 14 de diciembre se celebró en Bruselas la última Cumbre del Euro, en el curso de la cual los líderes de la Eurozona tomaron medidas para fortalecer la moneda única y se comprometieron a trabajar en la puesta en marcha de un presupuesto común para fomentar la competitividad y la convergencia de los países de la Zona Euro. No obstante, la reticencia de Alemania, Países Bajos y otros Estados nórdicos a incrementar la integración económica y monetaria y los recientes informes que prevén una desaceleración más intensa en la Eurozona que en el conjunto de la UE, no invitan demasiado al optimismo.