Eduardo González
En 1561, hace justamente 460 años, Madrid se vio literalmente invadida por un sinfín de nuevos inquilinos como resultado de la decisión de Felipe II de trasladar la sede de la Corte española a la ciudad. Entre los nuevos residentes en la Villa y Corte figuraba, inevitablemente, todo el cuerpo diplomático destinado en el corazón de una Monarquía que era, por entonces, la más poderosa del mundo.
Aparte del Rey y su familia, el traslado implicó la llegada masiva de los miembros de la alta nobleza y el clero que ocupaban los principales cargos palaciegos, representantes y burócratas de los Consejos de Estado, Castilla, Inquisición, Aragón, Órdenes, Indias y Hacienda, banqueros, asentistas y proveedores de la Casa Real, contingentes militares encargados de proteger el Alcázar Real, contadores, secretarios, oficiales y alcaldes de Casa y Corte y capítulos de las Órdenes Militares. Según se estima, sólo este grupo tan selecto superaba las 2.000 personas, pero si se les unen los servidores y los inevitables paniaguados, la cantidad podía superar las 20.000. Justamente esa era la población que tenía Madrid antes de la llegada de la Corte. Sólo diez después, la Villa ya contaba con más del doble de habitantes, 41.000, y en los albores del siglo XVII ya figuraba, con 90.000 habitantes, entre las veinte ciudades más pobladas de Europa.
El cambio de sede implicó también, obviamente, el traslado desde Toledo del Nuncio del Papa y de numerosos embajadores de la Europa cristiana, desde Francia, Portugal e Inglaterra hasta las ciudades-estado italianas de Venecia, Génova, Florencia, Mantua, Ferrara, Urbino, Luca o Saboya. Por supuesto, tampoco podía faltar el embajador del Sacro-Imperio Romano Germánico, cuyos emperadores pertenecían a la Casa de Austria, la misma dinastía de los reyes de la Monarquía española.
Para superar todo este problema, el Concejo de Madrid – que, en contra de los tópicos tan extendidos incluso entre los propios madrileños, era una ciudad importante en el conjunto de Castilla que ya había ejercido, de hecho, como sede de la Corte real en numerosas ocasiones- se vio obligado a poner en marcha, por orden del Rey, la llamada Regalía de Aposento, en virtud de la cual se ordenaba a los madrileños cuyas casas tuvieran al menos dos plantas a reservar la mitad de sus viviendas para albergar a los nuevos inquilinos.
Fue a través de una Regalía de Aposento como la Casa de Diego de Vargas Vivero, perteneciente a una de las familias más señeras del feudalismo urbano de Madrid, se convirtió en la residencia del embajador del Sacro-Imperio. La casa, que ya no existe, ocupaba los actuales números ocho y diez de la Calle de Segovia, frente al Palacio de Anglona y la iglesia de San Pedro, y una placa del Ayuntamiento recuerda, desde 2016, que en este solar se ubicaban “las Casa de los Vargas, residencia de los embajadores de Alemania entre 1561 y 1616”. De hecho, los embajadores del Sacro-Imperio (término más correcto que Alemania, que aún no existía como Estado) residieron en este lugar desde 1561 hasta 1600, cuando Felipe III trasladó la Corte a Valladolid, y volvieron a ocuparlo tras la recuperación de la capitalidad en Madrid, entre 1606 y 1616.
Los embajadores
En esta residencia (un caserón irregular de tres plantas sobre rasante con una portada de acceso en la confluencia de las calles del Conde y de Segovia) vivieron hasta 1606 tres embajadores del Sacro-Imperio particularmente conocidos. El primero fue el veterano diplomático y cortesano leonés (un dato que no debe sorprender, ya que estamos hablando de unos Estados de naturaleza eminentemente dinástica, que no nacional, y el propio emperador germánico, Fernando I, tío de Felipe II, era natural de Alcalá de Henares) Martín de Guzmán.
En 1562 le sucedió Adam de Dietrichstein, quien, aunque nombrado por Fernando I, enseguida pasó a representar a otro emperador, su hijo Maximiliano II, cuyas evidentes simpatías luteranas se convirtieron en un quebradero de cabeza para la dinastía. Por ese motivo, Felipe II llegó a encargar personalmente al embajador alemán la misión de convencer a su propio emperador (primo del rey) para que regresara a la Iglesia Católica. Dietrichstein era un convencido católico, pero entendió muy bien que no le convenía desairar a un emperador cuyos intereses representaba en Madrid. Como tampoco quería malquistarse con Felipe II, cumplió el encargo sin esmerarse más de lo necesario, y cuando dejó la Embajada en 1571 lo hizo con su prestigio en todo lo alto.
Adam de Dietrichstein fue sucedido por Hans de Khevenhüller de Aichelberg, quien no sólo residió en la Casa de Vargas, sino que incluso falleció en ella en 1606, poco después del regreso de la Corte a Madrid. Se cuenta que el nuevo embajador se integró de tal manera en la Villa y Corte que se hizo amigo íntimo y hombre de confianza de Felipe II, quien le hizo entrega del Toisón de Oro, e incluso colaboró activamente en la construcción de la Casa de la Moneda de Segovia. Hans Khevenhüller permaneció célibe hasta su muerte y fue sucedido al frente de su condado por su hermano Bartolomeo, cuyo hijo, Franz Christoph Khevenhüller, fue también embajador en Madrid con el emperador Fernando II. Hans Khevenhüller, quien nunca cobró un sueldo por su misión diplomática e incluso llegó a afirmar que vivía “arruinado”, está enterrado en el monasterio de San Jerónimo el Real de Madrid.