<h6><strong>Eduardo González</strong></h6> <h4><strong>El 23 de noviembre de 1975, el Valle de los Caídos fue escenario del funeral por el dictador Francisco Franco, fallecido tres días antes después de gobernar España durante casi cuarenta años con mano de hierro. El sepelio fue presenciado por una gran multitud, pero, a diferencia de lo ocurrido dos días más tarde en la coronación de Juan Carlos I, la asistencia de jefes de Estado extranjeros a los funerales de quien llegó a ser calificado como el “centinela de Occidente” fue insignificante.</strong></h4> De hecho, la representación internacional se limitó a tres “luces menores”, según la expresión utilizada por el entonces embajador de Estados Unidos en España, Wells Stabler, durante su informe al secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger: el rey Hussein de Jordania, el príncipe Rainiero de Mónaco y el dictador de Chile, Augusto Pinochet. Aparte, también asistieron Imelda Marcos, esposa de Ferdinand Marcos, dictador de Filipinas desde 1965, y el vicepresidente de Estados Unidos, Nelson Rockefeller. Probablemente, esa escasa presencia internacional refleja en muy buena medida la trayectoria internacional de un régimen que, como veremos más adelante, nació y prácticamente murió aislado de la escena internacional, esa misma escena internacional que se mostró hostil con Franco después de la Segunda Guerra Mundial pero que le permitió sobrevivir políticamente en el contexto de la Guerra Fría. [caption id="attachment_130822" align="alignnone" width="750"]<img class="wp-image-130822 size-jnews-750x375" src="https://thediplomatinspain.com/wp-content/uploads/2025/11/Franco-Pinochet-750x375.jpg" alt="" width="750" height="375" /> Pinochet junto a Imelda Marcos en el funeral de Franco.[/caption] Francisco Franco, que se había criado en una atmósfera militar de indignación e impotencia por las pérdidas de Cuba y Filipinas en 1898, creció, como soldado, obsesionado con la idea de recuperar el prestigio internacional de España, un prestigio que, para él, estaba indisociablemente unido a la recuperación del imperio, aunque fuera minúsculo, mientras el resto de las potencias occidentales se repartían el mundo. Influido por sus fantasmas personales y por las ideas expansionistas de Falange, el primer partido fascista español, Franco no dudaba en acusar al liberalismo, la masonería y el comunismo de la “pérdida de España” y fue en ese marco, y en el contexto de la conspiración militar contra la República, cuando el general se sintió atraído por ese Nuevo Orden Mundial creado por Adolf Hitler en Alemania y Benito Mussolini en Italia. Como bien se sabe, fue a ellos a quienes acudió para pedir ayuda en 1936, cuando comenzó una sublevación militar contra la República en la que él no era todavía su máximo líder. Mientras las potencias democráticas, en particular Reino Unido y Francia, optaban por un Pacto de No Intervención para apaciguar al fascismo y evitar males mayores (que, obviamente, no solo no evitaron, sino que reforzaron), Hitler y Mussolini decidieron saltarse el Pacto (que habían firmado) y enviar a Franco la Legión Cóndor y el Corpo di Truppe Volontarie, además de armamento y suministros vitales. Con esa decisión, las dos potencias del Eje no solo determinaron claramente la Guerra Civil a favor de los “Nacionales” sino que contribuyeron a elevar a Franco, el militar que había gestionado esa ayuda, como jefe supremo de la rebelión. “Si en 1936 no hubiera decidido enviarle nuestro primer avión Junker, Franco nunca hubiera sobrevivido”, declaró el Führer años más tarde. Por si fuera poco, Franco contó casi desde el principio con una ayuda que le habría de ser muy útil: se calcula que el 90 por ciento del cuerpo diplomático y consular español abandonó su puesto tras el estallido de la guerra, razón por la cual la República se vio obligada a recurrir a intelectuales y políticos de izquierdas para sustituir a los diplomáticos desafectos en plazas tan importantes como Washington, Moscú o París. En cambio, los “Nacionales” pudieron contar con una amplia representación de diplomáticos profesionales en Londres, Berlín y en la misma París. <h5><strong>La II Guerra Mundial</strong></h5> Una vez concluida la Guerra Civil y con el estallido de la II Guerra Mundial, Franco empezó a maniobrar para participar de los beneficios del Nuevo Orden. En 1939 se adhirió al Pacto Antikomintern, lanzado por Alemania y Japón contra la URSS de Josef Stalin, y en 1940 decidió pasar de la “neutralidad” inicial de España a declarar el estatus de “no beligerante” (no reconocido en el derecho internacional), sobre todo cuando, tras la ofensiva en Francia, todo apuntaba a una victoria de las potencias del Eje. [caption id="attachment_130818" align="alignnone" width="750"]<img class="wp-image-130818 size-jnews-750x536" src="https://thediplomatinspain.com/wp-content/uploads/2025/11/Franco-Hitler-750x536.jpg" alt="" width="750" height="536" /> Encuentro en Hendaya entre Franco y Hitler.[/caption] Fue en este contexto cuando se produjo la célebre y fabulada entrevista de Hendaya, en octubre de 1940, en la que, según la propaganda franquista posterior, Franco “frenó” a Hitler al negarse a intervenir en la contienda. Realmente, tal como demuestran las pruebas y los testimonios, Franco se ofreció a Hitler a entrar en la guerra a cambio de la entrega del Marruecos francés (lo que hubiera obligado al Führer a enfrentarse a un aliado mucho más útil, Philippe Petain), entre otros territorios, y de una serie de suministros esenciales. Finalmente, Hitler prefirió no contar con un aliado tan caro y debilitado que, además de pedirle condiciones inaceptables, no le hubiera sido de ayuda, y toda la ayuda de Franco se quedó en el envío de la División Azul a Rusia, en el respaldo al espionaje alemán desde territorio español y en el envío de suministros, como alimentos (desde una España muerta de hambre) y wolframio, con los que pagó, de paso, la enorme deuda contraída con Alemania por su ayuda militar durante la Guerra Civil. Entretanto, el espionaje británico se dedicó a sobornar a altos mandos del franquismo para alejar al régimen de las potencias del Eje y EEUU siguió presionando a Franco a través del suministro del petróleo. “Antes de volver a pasar por esto prefiero que me saquen tres o cuatro muelas”, le dijo Hitler a Mussolini. Con el cambio de tendencia de la guerra, Franco, cuyo verdadero interés era permanecer en el poder, empezó a sacar adelante toda su maquinaria de supervivencia. El 8 de mayo de 1945, el régimen rompió relaciones con el III Reich y, desde entonces, la propaganda franquista se encargó de difundir la ya citada imagen de un Franco que se plantó ante Hitler y salvó a España de la Guerra Mundial, al mismo tiempo que empezó a reemplazar la retórica y la estética fascista por la imagen de un régimen católico y anticomunista más presentable a los Aliados. “Nuestro catolicismo, nuestro anticomunismo y nuestra posición estratégica”: estas eran las tres “armas” propuestas por el entonces subsecretario de la Presidencia, Luis Carrero Blanco, a Franco para salvar la situación. La jugada salió bien: mientras todas las dictaduras fascistas surgidas en los años treinta en Europa fueron cayendo una a una por la fuerza de las armas, las de España y Portugal, que no entraron en la contienda, aún habrían de sobrevivir muchas décadas. De hecho, Portugal se convirtió ya desde esos años en una prioridad casi enfermiza de la primera política exterior de Franco. Desde la firma del Tratado de Amistad y No Agresión en marzo de 1939, Franco y el dictador portugués, António de Oliveira de Salazar, se reunieron siete veces hasta 1963, siempre en localidades fronterizas y siempre dentro de España. Aquellas fueron las únicas veces que Salazar salió de su país. En el caso de Franco, la excepción fue su visita a Portugal en octubre de 1949. Desde entonces, el dictador español no volvió a salir nunca de España hasta su muerte. <h5><strong>La posguerra mundial</strong></h5> Una vez concluida la II Guerra Mundial, la situación empezó muy complicada para Franco a causa de sus relaciones con el Eje. En el verano de 1945, las potencias aliadas reunidas en la Conferencia de Potsdam abordaron la “cuestión española” y condenaron la dictadura de Franco, y, en 1946, la Asamblea General de la recién creada ONU recomendó la retirada de los embajadores de España (solo quedaron los encargados de negocios), lo cual cumplieron todos los países salvo Portugal, Irlanda, Suiza y el Vaticano, y excluyó a España de la organización. En 1947, España fue excluida también del Plan Marshall. No obstante, para los dirigentes del régimen, y a pesar de las presiones internacionales, empezó a cundir la idea de que lo peor ya había pasado. En efecto, de la misma forma que no habían hecho nada para evitar la victoria franquista en la guerra civil, Reino Unido, Francia y EEUU tampoco hicieron realmente nada para derribar a Franco una vez concluida la Guerra Mundial. De hecho, tampoco lo hizo la URSS de Stalin, mucho más interesada en evitar un nuevo foco de inestabilidad en Europa Occidental y en defender su “socialismo en un solo país” que en exportar ninguna “revolución comunista” más allá del área de influencia que le había tocado en Europa del este. En esos primeros tiempos, Franco buscó el apoyo del mundo árabe y consiguió la ayuda del régimen peronista en Argentina, que se tradujo en la emblemática visita de Evita Perón a España en 1947 y en el envío de trigo a un país hambriento y machacado por la política de autarquía económica (de origen claramente fascista) impuesta por el régimen de Franco. <h5><strong>La Guerra Fría</strong></h5> No obstante, la situación empezó a cambiar en 1950 con el estallido de la Guerra de Corea, un acontecimiento que se convirtió en la verdadera puesta de largo del comienzo de la Guerra Fría entre EEUU y la URSS. Fue en ese contexto cuando el régimen franquista se vistió definitivamente el traje de “centinela de Occidente” frente al comunismo para atraer el interés de Estados Unidos, cuyo presidente, Harry L. Truman, repudiaba expresamente a Franco, pero no tuvo reparos en acogerlo como aliado. En julio de 1951, el almirante Forrest Sherman, jefe de Operaciones Navales de EEUU, se entrevistó en Madrid con Franco para abordar la importancia estratégica de España en Europa Occidental y su “posición dominante en las comunicaciones aéreas y navales del Mediterráneo”. El resultado de ello fue la firma, en septiembre de 1953, de los Pactos de Madrid, tres convenios de Defensa por los cuales EEUU se comprometía a suministrar ayuda económica (financiera y de materias primas y alimentos) y ayuda militar y tecnológica (valorada en 226 millones de dólares y que incluía armas y vehículos ya utilizados en la Guerra Mundial) a España a cambio de que Franco permitiera la instalación de cuatro bases militares en Torrejón de Ardoz, Morón, Rota y Zaragoza. De aquellos pactos se derivaron dos resultados: por una parte, la llegada masiva de fondos norteamericanos. Entre 1951 y 1958, España recibió 800 millones de dólares de ayuda norteamericana, de los cuales 300 millones lo fueron en forma de créditos y el resto en forma de donativos. Esa cantidad fue inferior a las ayudas del Plan Marshall que recibieron otros países, pero ayudó a aumentar las importaciones (el 40% de su valor fue cubierto por las ayudas de EEUU) y facilitó la transferencia de materias primas, bienes industriales y alimentos a España. Por otra parte, aunque Franco presumió posteriormente de haber salvaguardado “plenamente” la soberanía nacional, los Pactos de Madrid situaron a España en el punto de mira de la URSS, sobre todo con la apertura de las bases militares junto a cuatro grandes ciudades, con el riesgo que ello suponía (el accidente de un avión nuclear en 1966 en Palomares, en Almería, fue un macabro aviso de ese riesgo). En virtud de los Pactos, el personal militar estadounidense quedaba fuera de la jurisdicción española en materia de leyes e impuestos y el poder decisorio sobre el uso de las bases en caso de guerra quedaba en manos exclusivamente de EEUU. En cualquier caso, el acercamiento a Estados Unidos fue el primer gran paso para la aceptación internacional del régimen. En 1953, Franco firmó el concordato con la Santa Sede, lo que le permitió consolidar, aún más, el uso del catolicismo como fuente de legitimidad nacional e internacional, y, en 1955, España entró en la ONU y en los años sucesivos lo hizo en el FMI, el Banco Mundial y la Organización Europea para la Cooperación Económica (OECE, actual OCDE). <h5><strong>El “desarrollismo”</strong></h5> En diciembre de 1959, Dwight D. Eisenhower se convirtió en el primer presidente de EEUU en efectuar una visita oficial a España y en el primer mandatario de un país democrático recibido por Franco. Ese mismo año, el Gobierno franquista se vio obligado, para evitar una más que inevitable bancarrota (la balanza de pagos estaba bajo mínimos, a causa, sobre todo, de la manía de Franco de sobrevalorar la peseta por simple cuestión de “prestigio”), a poner en marcha un Plan de Estabilización que ayudó a liberalizar la economía. El nuevo escenario de “desarrollismo” o de “milagro español”, que se vio muy favorecido por el extraordinario entorno económico internacional, obligó al régimen a mirar aún más al exterior, no solo por la llegada creciente de inversiones extranjeras (que pasaron de 100 millones a 1.000 millones de dólares entre 1960 y 1970), sino por la salida masiva de emigrantes (se calcula que dos millones de españoles tuvieron que emigrar a Francia, Alemania Occidental, Suiza, Reino Unido, Bélgica o Países Bajos, dejando unas remesas, en divisas extranjeras, que pasaron de 55 millones en 1960 a 600 millones en 1972) y la llegada masiva de turistas a España (“Spain is different”) procedentes, sobre todo, de Francia, Reino Unido y Alemania Occidental, una circunstancia que obligó al régimen a suavizar su política represiva en materia de costumbres (por ejemplo, a autorizar el uso del bikini). En este mismo contexto, y con la Guerra Fría en su momento más duro, los países occidentales empezaron a hacer la vista gorda respecto a la falta de libertades y las violaciones de derechos humanos en España, y países como Francia y Alemania empezaron a firmar acuerdos técnicos con el régimen de Franco, al tiempo que EEUU fue renovando sistemáticamente los pactos bilaterales, hasta alcanzar, en 1970, el Convenio de Amistad y Cooperación. En ese mismo escenario, y en medio de una oleada mundial de descolonizaciones, Franco accedió a traicionarse a sí mismo y a su pasado y aceptó la salida de Marruecos en 1956 (lo que no impidió un duro enfrentamiento armado en la zona de Sidi Ifini entre 1957 y 1958, debidamente silenciado por la censura del régimen y que causó la muerte de cientos de jóvenes españoles). Para colmo de los colmos, Franco aceptó en 1973 el establecimiento de relaciones diplomáticas nada menos que con dos potencias comunistas: la República Democrática Alemana y la China de Mao Zedong. Donde no pudo avanzar Franco, a pesar de los desvelos de sus ministros tecnócratas, fue en el acercamiento al entonces Mercado Común Europeo, que rechazó su primera solicitud en 1962 e hizo lo mismo con las posteriores, en 1964 y 1965 (como mucho, se llegó a la firma de un Acuerdo Comercial Preferencial en 1970), así como a la OTAN y al Consejo de Europa. El pasado filo-nazi y la falta de democracia del régimen franquista seguían pensado demasiado en los miembros de estos organismos. Obviamente, y así lo demuestran estos rechazos, la tolerancia occidental tenía límites, como quedó claro con las protestas internacionales contra el Proceso de Burgos de 1970 en el que se dictaron nueve condenas a muerte, posteriormente conmutadas, a nueve militantes de ETA. <h5><strong>La crisis y el final del régimen </strong></h5> El punto de inflexión definitivo, y que habría de conducir a las “tres luces menores” en el funeral de Franco, se produjo en 1973 a causa de dos acontecimientos decisivos: la decisión de la OPEP de elevar el precio del petróleo, que provocó una crisis económica mundial que, en el caso de España, puso en evidencia los fuertes desequilibrios y la extremada dependencia exterior (en especial, las inversiones y los flujos monetarios procedentes de la emigración y el turismo) del llamado “milagro español”, y el asesinato del presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, a manos de ETA, que generó una enorme incertidumbre entre las grandes familias políticas del régimen sobre el futuro y que derivó en un fuerte incremento de la represión por parte del nuevo Gobierno de Carlos Arias Navarro. El fin del “desarrollismo” coincidió, por tanto, con un fuerte aumento del desprestigio internacional de la dictadura, que se vio agravado por las ejecuciones de un militante antifranquista y un ciudadano alemán en marzo de 1974 y el fusilamiento de tres miembros de ETA y dos de FRAP en septiembre de 1975. Como consecuencias de estas últimas ejecuciones, en las que Franco ignoró incluso la petición de clemencia del Papa Pablo VI, la Comunidad Económica Europea congeló las negociaciones de adhesión, 16 países retiraron sus embajadores y hubo manifestaciones masivas ante las representaciones de España en el exterior, incluido el incendio de la Embajada en Lisboa. De hecho, la retirada de personal diplomático extranjero fue más contundente que la que se había producido en 1946. Fiel a su eterno discurso oficial, Franco interpretó estas reacciones, en su último baño de masas en la Plaza de Oriente, celebrado el 1 de octubre, como parte de la “conspiración masónica izquierdista en contubernio con la subversión comunista terrorista”. Una excepción, poco sorprendente, fue el Chile de Augusto de Pinochet, quien escribió una carta personal a Franco (de dictador a dictador) para expresarle “la más absoluta solidaridad del pueblo y del Gobierno de Chile con el pueblo y el Gobierno de España” frente a la “infame campaña internacional que enfrenta España”. [caption id="attachment_122342" align="alignnone" width="750"]<img class="wp-image-122342 size-full" src="https://thediplomatinspain.com/wp-content/uploads/2025/07/marcha-verde.jpg" alt="" width="750" height="500" /> La Marcha Verde[/caption] Por si fuera poco, a solo nueve días de la muerte de Franco, el rey Hasán II de Marruecos lanzó su espectacular Marcha Verde contra el entonces Sáhara Español, a la que el Ejército español, con todo su despliegue, no opuso ninguna resistencia y que concluyó con la decisión de España de negociar la entrega del territorio a Rabat. Por esas ironías de la historia, el final del régimen dictatorial de Francisco Franco presentó cierta simetría con sus inicios, después de un siniestro paréntesis de casi cuarenta años. Si en 1946 había sufrido una retirada masiva de embajadores a causa de sus indudables vínculos con Hitler, a apenas dos meses de su finalización volvió a vivir otra retirada masiva de embajadores, en este caso en protesta por unas ejecuciones. Y para mayor coincidencia, un dictador cuya carrera militar y política había comenzado en el norte de África se encontró, en plena agonía, con la ocupación del Sáhara Español por parte del rey de Marruecos sin disparar un solo tiro para evitarlo.