Juan David Latorre
Coordinador Sección Cultura en The Diplomat
Muchas veces, la poesía y las letras de canciones describen exactamente un sentimiento. Y en este caso, la letra de una conocidísima sevillana española expresa lo que tantas y tantas veces tristemente sienten miembros del Cuerpo Diplomático y, por supuesto, los que trabajamos diariamente a su lado cuando llega la hora de la despedida de uno de ellos.
Cuatro años es, de media, el tiempo que un diplomático desarrolla su misión en el país que se le ha dado como destino. En ese tiempo, y según el carácter de cada uno (está claro), se forjan relaciones más o menos estrechas. Y muchas veces esas relaciones profesionales terminan convirtiéndose en una verdadera amistad. Y no me refiero a facilitar el trabajo diario o tener una especial atención laboral con una persona, sino a una verdadera relación de amistad, algo desgraciadamente muy difícil en estos tiempos.
Pero la ventaja que tienen los diplomáticos es que, una vez que acaban su trabajo en un país, cabe la posibilidad de que se vuelvan a encontrar en un futuro destino, ya sea en un continente distinto, en una zona medianamente próxima o en alguna institución internacional representando a su país. El problema es mayor cuando en la relación amistosa uno de las dos personas se queda en el país donde se han conocido.
Llevo once años desarrollando mi labor en The Diplomat y desde el principio he visto multitud de embajadores y diplomáticos en general pasar por recepciones, he visitado y hablado con gran cantidad de ellos (es mi trabajo) y, en mi caso, realmente he cosechado bastantes y profundas amistades.
Lo realmente triste es que cuando ese “amigo” diplomático se va, realmente va a ser muy difícil que nuestros caminos se vuelvan a encontrar. Por supuesto que siempre existe la posibilidad de realizar un viaje para encontrarse de nuevo, pero ya sabemos cómo es la vida diplomática y a ciencia cierta es difícil saber de qué tiempo libre, y en qué circunstancias, va a disponer la persona de la que durante cuatro años hemos disfrutado de su amistad, de su confianza y, algunas veces, de su complicidad.
Hace tiempo, ante la despedida de una excelente embajadora muy querida, me dije que jamás volvería a encariñarme con ningún otro diplomático, que no volvería a involucrarme personalmente con ninguno. Pero realmente es imposible, es muy difícil reprimir el sentimiento de amistad.
Por eso, viene a mi cabeza la letra de esa sevillana que expresa fielmente que “algo se muere en el alma cuando un amigo se va”. Los diplomáticos sufren al tenerse que ir a su país o a un nuevo destino dejando compañeros, colegas y amigos… Pero nosotros, los que colaboramos con ellos, nos quedamos aquí, pensando si algún día volveremos a ver a ese amigo que con su despedida nos ha roto el alma.