Haití es hoy un territorio que resiste al borde del colapso absoluto. La nación caribeña, definida durante décadas por su fragilidad económica, política y social, enfrenta una tormenta perfecta de crisis entrelazadas: violencia sin control, colapso institucional y una pobreza estructural agravada por desastres naturales y negligencias históricas. No obstante, la comunidad internacional comienza a referirse a la posibilidad de una “ventana de oportunidad” para el país. Con lo cual, ¿es este un verdadero punto de inflexión o solo un espejismo?
La reflexión surge a partir de la reciente atención que organismos internacionales y líderes como Samantha Power, administradora de USAID, han puesto en Haití. Según Power, no estamos simplemente ante una crisis de seguridad y derechos humanos, sino frente a un momento definitorio para trazar un rumbo alternativo para el país. En paralelo, la ONU ha hecho un llamado a la acción, resaltando que con medidas bien articuladas, Haití podría comenzar a revertir su espiral descendente. Pero el reto es monumental.
El infierno en la tierra
La situación actual de Haití es difícil de describir sin caer en la hipérbole. Las cifras son espeluznantes: más de 70% de la capital, Puerto Príncipe, está bajo control de pandillas, que ejercen su dominio mediante tácticas de terror como asesinatos, secuestros y violaciones en masa. Según informes recientes, estas organizaciones han evolucionado de simples grupos criminales a estructuras de poder paraestatales, consolidando un orden paralelo que desafía al frágil gobierno central.
Los efectos de esta violencia son devastadores. Miles de haitianos han sido desplazados dentro del país, mientras otros tantos se lanzan al éxodo marítimo hacia República Dominicana, Estados Unidos o América del Sur, arriesgando sus vidas en improvisadas embarcaciones. A esto se suma una crisis alimentaria que amenaza con convertirse en hambruna. La ONU estima que cerca de cinco millones de personas, casi la mitad de la población, enfrentan inseguridad alimentaria severa.
Pero el colapso de Haití no puede explicarse únicamente desde su presente. Como bien señalan expertos como Michael Shifter, expresidente del Diálogo Interamericano, la situación actual es resultado de décadas de intervenciones extranjeras mal planteadas, corrupción endémica y un sistema político capturado por intereses privados que ha sido incapaz de ofrecer soluciones reales a su población.
La “ventana de oportunidad”
El concepto de una “ventana de oportunidad” se ha popularizado en los últimos meses, impulsado por las declaraciones de líderes como Samantha Power y el análisis de organismos como Naciones Unidas. Este marco sugiere que el caos actual podría ser el catalizador de una respuesta internacional sin precedentes, que combine asistencia humanitaria inmediata con reformas estructurales de largo plazo.
Uno de los elementos clave que sustentan esta idea es la creciente disposición de la comunidad internacional para intervenir de manera coordinada. Tras años de apatía hacia Haití, el Consejo de Seguridad de la ONU ha aprobado recientemente el despliegue de una fuerza multinacional liderada por Kenia, con el respaldo financiero y logístico de Estados Unidos y Canadá. Aunque la misión tiene un carácter limitado y su eficacia está por probarse, simboliza un intento de retomar el control de un país que muchos consideraban perdido.
Sin embargo, la clave para aprovechar esta oportunidad radica en evitar los errores del pasado. Haití no necesita una intervención puramente militar, sino un enfoque integral que fortalezca su tejido social, institucional y económico. Esto implica, por ejemplo, dar prioridad a las soluciones locales. Según Paul Farmer, médico y antropólogo que dedicó su vida a trabajar en Haití, el país tiene una enorme capacidad de resiliencia y talento humano que solo puede florecer si se deja de imponer agendas externas.
Obstáculos a superar
A pesar del optimismo cauteloso, la “ventana de oportunidad” enfrenta serias limitaciones. En primer lugar, el gobierno haitiano carece de legitimidad y control. Desde el asesinato del presidente Jovenel Moïse en 2021, el país ha quedado sumido en un vacío de poder, con un liderazgo interino que no cuenta con el respaldo de la ciudadanía. Esta desconfianza se extiende a las fuerzas internacionales, percibidas por muchos haitianos como símbolos de una larga historia de intervenciones fallidas que han profundizado los problemas en lugar de resolverlos.
Por otro lado, la fragmentación social y política de Haití dificulta la construcción de un consenso interno. Las pandillas no solo representan un problema de seguridad; también son reflejo de un sistema que ha fallado en ofrecer alternativas viables a millones de jóvenes. Erradicar su influencia requiere más que medidas represivas: demanda un cambio estructural que cree empleo, eduque a las nuevas generaciones y reconstruya el tejido social desde la base.
¿Puede Haití salir adelante?
Responder a esta pregunta requiere un realismo descarnado, pero también un reconocimiento del potencial latente de Haití. Aunque el país enfrenta obstáculos inmensos, su historia está marcada por una resiliencia única. Haití fue la primera nación independiente de América Latina y el Caribe, y la única del mundo nacida de una revolución de esclavos. Esa capacidad para desafiar lo imposible sigue siendo una fuente de esperanza.
A futuro, la estabilidad de Haití dependerá de una combinación de factores: una intervención internacional bien diseñada, la reconstrucción de sus instituciones democráticas y la movilización de la diáspora haitiana, cuya influencia económica y política podría ser decisiva. Además, Haití debe ser integrado en los esfuerzos regionales para enfrentar problemas como el cambio climático, que ya está agravando la inseguridad alimentaria y los desplazamientos forzados en todo el Caribe.
Como concluye Samantha Power, el mundo tiene en Haití una oportunidad para demostrar que las crisis globales pueden abordarse con solidaridad y visión de largo plazo. Pero el tiempo apremia. Cada día que pasa sin una acción decidida no solo perpetúa el sufrimiento de millones de haitianos, sino que acerca al país a un punto de no retorno.
Haití no puede salvarse con promesas ni con parches temporales. Lo que necesita es un compromiso real, sostenido y profundamente humano. Solo entonces podrá abrirse camino desde el abismo hacia un futuro más esperanzador.