Carmelo Marcén
Investigador ecosocial y colaborador de la Fundación Alternativas
Cada vez hay más personas en todo el mundo que sienten preocupación ante el ya visible cambio climático y sus derivadas/variables (crisis, riesgo, emergencia, transición social). Es un temor compartido, a pesar de parecer inconcreto en determinados espacios y tiempos. Tanto es así que se considera que las derivadas del cambio climático provocan, y provocarán, angustias de mayor o menor calado emocional.
Por tanto, es necesaria una transición de mentalidad ante estas situaciones; sabemos que las incógnitas meteorológicas, y en consiguiente climáticas, se refuerzan con la repetición de eventos destructivos y el incremento de su magnitud. Estas situaciones se relacionan con el hecho de no hacer casi nada, o demasiado poco, por aminorar una parte de sus causas. Así lo demuestra la ciencia, lo saben los gobernantes aunque se les olvide, y empieza a conocerlo la ciudadanía.
Planteemos como hipótesis que el despistado escenario político, y su permanente inacción, acrecienta todavía más el escepticismo de la ciudadanía preocupada, que, a su vez, no tarda en aumentar las angustias. Falta diplomacia climática en los parlamentos de cada país o región; también en la cercanía social y por parte de los gobiernos.
Parecidas faltas de información/formación se aprecian en algunos medios genéricos de información, salvo raras excepciones. En general, los mensajes son poco comprometidos. A su vez, las redes sociales dan escasa importancia a los comportamientos personales o sociales en la generación de extremos meteorológicos. No acrecientan la confianza de poder mejorar la situación próxima o global. Tanto las redes como los medios de comunicación huyen del poder del refuerzo positivo, de la apuesta por la aportación consciente.
Todo lo anterior empeora las angustias y la prevención de riesgos. Si bien, siempre queda la duda de si una catástrofe social, como la ocurrida recientemente en las inundaciones de Valencia, incentivará al sentir colectivo. Necesitamos que se estimule todos los días y meses, en cualquier lugar, la acción colectiva para enfrentarse a la evaluación y la gestión de riesgos de una manera consistente o explícita. Sin embargo, da la impresión de que demasiadas personas -muchos jóvenes según marcan los cuestionarios de opinión- no se consideran parte activa en la identificación y/o gestión de estos riesgos.
No ayudan nada las barreras entre los planes de prevención de la administración -dudamos de que muchas localidades o regiones los tengan, aunque sea obligatorio- y la vida cotidiana. Esta falta de sintonía se mejoraría con la participación de toda la ciudadanía en discusiones sobre acciones y estrategias de prevención próximas. Para todo se necesita la comunicación veraz, además del reconocimiento de la importancia de mejorar la seguridad y la coparticipación en la mitigación del riesgo. Como no sucede así en los casos que conocemos, no es extraño que surja la indignación, como ocurre ahora en Valencia.
Supongamos que se asume que los riesgos existen y hay que emprender acciones decididas. Es más, admitamos como posible que los sucesos de las inundaciones que se dan por todo el mundo nos convenzan de que hay que hacer algo. Estaríamos entre la gente que mantiene la esperanza de que lo sucedido en octubre en España suponga un punto de inflexión, allí y en la cercana Europa. Todavía resuenan los infradotados ecos económicos de la Cumbre del Clima de Dubai. Las promesas de los líderes políticos se centraron en convencernos de que el futuro será mejor porque se dedicarán ingentes cantidades de dinero para que el mañana esté asegurado. Lo cual no casa demasiado ni con la creciente evidencia de lo contrario ni con los recursos comprometidos hasta ahora para convertir las palabras en hechos. Disonancia que se desarrolla con acierto en el artículo de José Luis de la Cruz: “COP29: inversiones insuficientes, impactos creciente”.
Ese lugar bonito que debió ser la Tierra alguna vez –“Il y avait un jardín qu’on appelait la Terre”, cantaba Georges Moustaki-, es ahora un lugar feo. Más todavía si nos detenemos en el bagaje del último año. Adornado de una inestabilidad climática cada vez mayor, de una progresiva extinción de la biodiversidad, de una falta de agua alarmante o de la progresiva contaminación que soporta, de un empobrecimiento de los suelos y la consiguiente disminución de los alimentos. Por si todo esto no fuera suficiente, las migraciones climáticas han aumentado, las episódicas alteraciones meteorológicas han azotado ciudades y ecosistemas, provocando inundaciones, olas de calor, sequías e incendios forestales. Nos atrevemos a manifestar que de ahí pueden surgir las angustias y los miedos que sufren los afectados, o sus paisanos. Como los socorros tardan en llegar, la indignación se incrementa cada día que pasa. Ha fallado el estado protector, apenas ha existido la diplomacia gubernativa.
De la combinación de todo lo expuesto, solamente nos queda hacer un llamado a la esperanza. ¡Algo se podrá cambiar! Sin duda, deberemos implicarnos en la transición global. Esa mutación que no todos la entenderemos; reconozcamos que el cambio perceptivo y la acción comprometida no caerán del cielo como un maná. El cambio es imposible sin un pensamiento positivo y la creencia en un futuro mejor, o progresivamente menos desigual, pues todo no se consigue de un día para otro.
Pero claro, acomodarnos a la esperanza no motivada en que todo se solucionará nos ha llevado a la fea estampa del planeta que nos acoge. Por el contrario, parece que aquellas personas que en España y Europa entera sufren problemas relacionados con el clima, tienen más probabilidades de participar en acciones colectivas; sienten una necesidad motivada que intentan convertir en esperanza. Un artículo de Cristina Monge en El País dice algo de esto. Parece una maldición bíblica, pero demasiadas veces las colectividades humanas funcionan de manera desacompasada.
Sin embargo, en mi empeño de resaltar lo que hemos aprendido, me digo que quizás una mezcla de emociones –angustia, frustración, tristeza, pero también esperanza– sea una buena receta para acometer la transición ecosocial imaginada, para ponernos más cerca de la apetecible realidad gobal. Es más, no podemos aislar la esperanza en el rincón de los crédulos; un estudio reciente cuenta que la esperanza por sí sola no es suficiente cuando se trata del cambio climático. Por eso hemos de demandar a la Unión Europea que no deje mustiarse el The European Green Deal.
Necesitamos compartir la esperanza porque puede ayudarnos a seguir adelante en tiempos de incertidumbre. Pero cuidado, hay muchas fuerzas económicas por ahí que nos distorsionan la vida. Ahora mismo parece que en España se van a eliminar los impuestos por contaminación a las energéticas. Soplan vientos gubernativos nada favorables en los países miembros de la UE y en el Parlamento Europeo. ¡Quién sabe si la diplomacia asentada en una transición del modelo de vida logrará reunir a las distintas esperanzas, nos librará de una parte de nuestras angustias y miedos!