Mohamed Guma Bilazi
Periodista y analista internacional
Un hecho firme y muy demostrado es que los judíos siempre han vivido en la diáspora y de lo que no hay ninguna duda es que fueron perseguidos a lo largo y ancho de los siglos. La historia nos ha dejado claro que, en la antigüedad, quien perseguía a los judíos era Ramsés II, uno de los faraones que gobernó Egipto alrededor del año 1.200 a.C., y quien los persiguió el pasado siglo, fue el ‘faraón’ de Alemania y demás faraones europeos, seguidos por los de Estados Unidos.
¿Acaso la culpa de ello fue de los propios judíos?
Independientemente de la respuesta a esta pregunta, quienes trataron bien a los judíos, considerados gente del Sagrado Libro, fueron los árabes, antes y después de la aparición del Islam. A lo largo de la historia, los árabes fueron los que ofrecieron protección y acogida a los judíos en su huida, desde las remotas épocas de los primeros califatos musulmanes, pasando por la expulsión de Al- Ándalus y el reciente Califato Otomano, hasta mediados del siglo XX.
Fueron los judíos los que traicionaron el pacto con el Profeta Mahoma y sus seguidores en Medina (Yathrib) y conspiraron con los mandatarios de la tribu de Quraysh en la Meca como venganza contra los nuevos musulmanes, los cuales creían, y aún creen, en todos los Libros Sagrados: la Torá, el Evangelio y todos los Mensajeros de Dios y Profetas, tanto judíos como cristianos, la mayoría de los cuales eran descendientes de los antiguos israelitas.
Nadie negaría que los árabes fueron los predecesores en dar cobijo a los judíos de la arrasadora furia religiosa europea, a la que tanto judíos como moriscos fueron sometidos en la España ultra católica tras la caída de Granada, y los acogieron en territorios árabes donde vivieron sus más hermosos años en armonía y paz.
Aún recuerdo de niño, durante la ira popular que se extendió por todo el mundo árabe tras la ocupación violenta de Palestina en 1948, cómo escondíamos a nuestros vecinos niños judíos que huían despavoridos de sus ‘juderías’, para protegerse en nuestras casas, al estar éstas respetadas por todos y nadie se atrevía a su allanamiento sin permiso de sus moradores. Era un período muy difícil. Solíamos ofrecer alimentos a los judíos pobres, en particular a los huérfanos, pese a la escasez de alimentos en esos años de pobreza. Con el paso del tiempo, nos íbamos dando cuenta de que esos niños judíos no tenían nada que ver con la ocupación de Palestina.
¿Dónde quedó aquel trato humano que los judíos encontraron entre los árabes, en comparación con los atroces crímenes cometidos hoy por Netanyahu y su banda armada contra niños, mujeres, ancianos y refugiados en la Palestina ocupada? El siglo pasado, mientras los judíos sionistas negaban todo eso, los gobernantes europeos no cesaban en perseguir a los judíos con la intención de deshacerse de ellos y mantenerlos alejados del continente europeo.
Cierto es que Palestina no fue la primera opción del movimiento sionista, a finales del siglo XIX, para fundar una patria nacional para los judíos, pero el gobierno británico, que también quería expulsar a los judíos de Gran Bretaña y de Europa, fue el principal responsable de usurpar Palestina y entregársela al movimiento sionista, estando Palestina bajo mandato británico por resolución de la Sociedad de Naciones.
Dicho lo anterior, los judíos no tienen ningún derecho, ni religiosa ni históricamente, en Palestina, excepto los judíos originarios de la tierra palestina. Fue el movimiento sionista, y no los textos de la Torá, el que buscó un lugar para fundar una patria nacional para los judíos, allá donde fuera en el mundo. Las primeras opciones fueron Uganda, Bahréin, la zona oriental de Libia o la de Arabia Saudí.
Para acabar con el conflicto de Oriente Medio, Gran Bretaña debería rendir cuenta ante el mundo sobre la usurpación de Palestina, por ser la única responsable de lo que viene sucediendo desde hace 76 años, de las sucesivas guerras, desastres y miles de muertes humanas. Será un deber trascendental ineludible corregir ese error histórico y reconocer públicamente que la promesa de su Gobierno —dada por su ministro de Exteriores, Arthur J. Balfour, el 2 de noviembre de 1917— no era válida sino contraria a la Resolución de la Administración Fiduciaria sobre Palestina, emitida por la Sociedad de Naciones el 22 de julio de 1922, y se refería únicamente a Palestina, sin mención alguna ni a Israel, ni a los judíos, ni a la Torá.
Israel no es más que un plan urdido por los gobiernos europeos, que fue bien aprovechado por los sionistas, para expulsar allá donde fuere a los judíos del continente europeo y así evitar de modo definitivo que sus capitales fuesen arrasadas en una nueva guerra, visto lo ocurrido en las dos guerras mundiales. Esa es la verdad tras todas las injustas acciones a las que fueron sometidos los judíos en Europa.
El apoyo que la autoridad de ocupación sionista en Palestina recibe hoy día de los países de Europa y de Estados Unidos tiene como objetivo mantener a los judíos donde están, lejos de los territorios de esos países, pese a que a muchos de los refugiados judíos se les otorgó nacionalidades europeas y estadounidenses.
Ésta es, sucintamente, la historia de la agresión contra Palestina y su pueblo, a quien las leyes divinas y terrenales le otorgan el derecho de resistir a la ocupación y liberar a su tierra de los ocupantes.
El lema erguido por los sionistas, y que dice: “tierra sin pueblo para pueblo sin tierra”, cae por su propio peso. Palestina tuvo y aún tiene su propio pueblo, conformado por árabes y judíos, entre otras etnias minoritarias. Palestina jamás fue una tierra vacía de pobladores desde los antiguos filisteos.
El conflicto de Oriente Medio no será resuelto sino con el retorno de millones de los originarios y verdaderos moradores a esa tierra llamada Palestina. Y durará mientras continúe la contumacia de convertir el conflicto en una guerra religiosa entre musulmanes y hebreos, o la negación de los ultras y radicales de la existencia de Palestina y de su pueblo.
Después de 76 años de guerra, y lo que queda por venir, está más que demostrado que el método bélico no es eficaz. Los conflictos nunca se resuelven por las armas porque lo único que consiguen es que caiga mayor número de víctimas inocentes. Tampoco la guerra librada por el gobierno israelí contra Hamás ha acabado con este grupo, ni con el grupo libanés Hezbullah. No ha podido finiquitar a ninguno. La muestra de ello, es que un año después de bombardeos y matanzas de civiles, el gobierno israelí aún negocia el alto el fuego con esos grupos, aunque no sea de modo directo, sino por medio de intermediarios.
La guerra no tiene visos de terminar. Los niños palestinos que han sufrido en su propia carne o han perdido a padres, hermanos o familiares, serán los futuros guerreros, y con más inri, no sólo para recuperar una tierra que les fue usurpada a sus antepasados y a ellos mismos, sino para vengar la muerte de sus más allegados.
La solución de dos Estados, uno palestino y otro israelí, que el Gobierno español viene predicando por doquier desde hace tiempo, es la única solución para poner fin a un interminable conflicto, el cual en algunos momentos de la historia reciente ha puesto no sólo a la región, sino al mundo global, en el limbo de una guerra total.
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