Augusto Manzanal Ciancaglini
Politólogo
Las narrativas que pretenden un orden mundial completamente asegurado, en torno a una potencia hegemónica con un poder absoluto o a un supuesto sistema multipolar, se resienten ante la mínima crisis y frente a los cambios cuantitativos basados unidimensionalmente en la economía o en lo electoral.
La Pax Americana sufre impactos bajo forma de desafío económico y geopolítico, pero también a partir de las contradicciones de la globalización. Este juego de poder se desarrolla parcialmente en un tablero de confusión, producto de la desinformación, cuya instrumentalización se ha vuelto un arma fundamental dentro de una competencia internacional cada vez más híbrida, la cual algunos ya la perciben como bipolaridad digital entre el tecnoautoritarismo de Rusia y China, y el modelo estadounidense de Silicon Valley.
Estados Unidos se dio cuenta muy temprano de que su preponderancia empujaría a sus enemigos a desarrollar armas no convencionales: el general James Mattis lo deja claro cuando entiende que las amenazas van a venir por medio de diversos tipos de actores con múltiples formas: retos que pueden combinar lo tradicional, lo irregular, lo catastrófico y lo disruptivo; he aquí la guerra híbrida.
Por su parte, Rusia, aceptando su posición de inferioridad, fue, al mismo tiempo, el que mayor capacidad ha tenido para desarrollar este tipo de arma. La Doctrina Gerasimov, por el general Valeri Gerasimov, evidencia que Moscú entendía que “las reglas de la guerra han cambiado. El valor de los medios no militares para lograr los fines políticos y estratégicos no solo se ha incrementado, sino que en algunos casos excede la efectividad de las armas”. Paradójicamente, Gerasimov apunta a Occidente como fuente de esta forma de guerra. Como sea, Rusia asumió una estrategia de desgaste de Occidente por todos los medios que encaja con las claves conceptuales de la guerra híbrida, la cual inyecta incertidumbre al enemigo desde múltiples frentes para desestabilizarlo.
En este contexto, la guerra convencional nutre la confusión, pues quien ya iba asumiendo el protagonismo de las sofisticadas reglas de juego de la actual competencia entre Estados, observa como lo tangible se niega a desaparecer: las tropas ucranianas resisten la invasión rusa y las israelíes avanzan en varias direcciones contra las huestes de Irán, unas y otras con armas estadounidenses que sí se tocan.
Para Estados Unidos, estas representan dos distracciones con respecto a la región en donde se debe aplacar a la única potencia con capacidad para proyectar hegemonía, o sea, el Indo-Pacífico y China. Esto especialmente es lo que piensan muchos de quienes probablemente estarán en la próxima administración. De todas formas, rehacer al revés la diplomacia del ping-pong todavía es complicado ante la agresividad de Moscú.
La estrategia estadounidense en el fondo bascula entre el desgaste de unos y la contención del otro. Israel y Ucrania son la vanguardia de lo primero, con árabes aliados y europeos por detrás. En relación con lo segundo, hay muchos más detalles por ordenar. De Teherán a Moscú y de allí a Pekín el peligro potencial escalonado requiere proporcionalidad; Washington simplemente se ha estado debatiendo entre diferentes medidas de la distribución de su atención.
Hoy la Pax Americana no representa una época de armonía, sino un período de desafiada estabilidad hegemónica con altos niveles de entropía; esta interactiva actualidad de lo real con lo virtual invita a que finalmente se complete en un circuito equilibrado el concepto de Carl von Clausewitz, puesto que si la guerra es la continuación de la política por otros medios, la política, a su vez, debe ser la continuación de la guerra por otros medios.
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