Introducción
Tres años después del inicio de la invasión de Ucrania, Rusia no está derrotada, pero tampoco reintegrada. Aislada de Occidente y sujeta a sanciones que han cambiado la estructura de su economía, Moscú ha desarrollado una estrategia de “aislamiento flexible”: una combinación de autarquía controlada, alianzas tácticas y diplomacia de conveniencia. El Kremlin busca demostrar que puede sobrevivir —y proyectar poder— sin reconciliarse con Europa ni depender completamente de China. En 2025, Rusia ya no es un paria, pero tampoco un socio fiable; es un actor incómodo que opera entre el desafío y la adaptación.
- De la guerra de Ucrania a la guerra de posición diplomática
El conflicto en Ucrania ha entrado en una fase de estancamiento. La línea del frente apenas se ha movido en meses y la fatiga bélica ha contagiado tanto a Moscú como a Kiev. Rusia proclama su control sobre territorios ocupados, pero carece de capacidad militar para nuevas ofensivas significativas.
En este contexto, el Kremlin ha pasado de la ofensiva militar a la diplomacia de resistencia: mantener su control de facto, impedir la normalización de Ucrania con la OTAN y explotar las divisiones en Occidente.
La narrativa oficial presenta la guerra como un enfrentamiento existencial con Estados Unidos y la OTAN, lo que justifica la consolidación interna del poder y el mantenimiento de un régimen de excepción económica. En paralelo, Moscú intenta abrir espacios diplomáticos con países del Sur Global para romper su aislamiento formal.
- El eje euroasiático: entre la dependencia y el recelo
China sigue siendo el principal socio y sostén económico de Rusia. El comercio bilateral alcanzó niveles récord, impulsado por la venta de energía y materias primas. Sin embargo, la relación es profundamente asimétrica. Pekín dicta las condiciones: compra a precios rebajados, impone contratos ventajosos y evita cualquier compromiso militar que la arrastre a sanciones occidentales.
Rusia se ha convertido, en la práctica, en un proveedor subordinado dentro del sistema económico asiático. Aun así, el Kremlin intenta diversificar su dependencia mediante vínculos con India, Irán y los países de Asia Central.
La Organización de Cooperación de Shanghái y los BRICS se han convertido en plataformas de visibilidad, pero no de poder efectivo. Moscú busca en ellas legitimidad simbólica más que capacidad real de influencia. En Asia, Rusia ha pasado de ser potencia a ser cliente: útil, pero prescindible.
La energía es el eje de esa dependencia. China compra gas y petróleo rusos a precios reducidos, mientras invierte en infraestructuras que refuerzan su control logístico, como el gasoducto “Fuerza de Siberia II”. Esta relación desequilibrada erosiona la autonomía estratégica rusa: cada acuerdo con Pekín aumenta la vulnerabilidad de Moscú frente a su socio. La paradoja es evidente: cuanto más se aleja Rusia de Europa, más se acerca a una dependencia estructural de Asia.
- África y Oriente Medio: la geopolítica del oportunismo
Donde Rusia sí ha ganado terreno es en África y Oriente Medio. Tras el colapso del grupo Wagner, el Kremlin ha reestructurado su presencia militar mediante compañías estatales y acuerdos bilaterales directos. En el Sahel, mantiene posiciones en Malí, Níger y Burkina Faso, aprovechando el vacío dejado por las potencias europeas.
La estrategia rusa combina pragmatismo y coste bajo: apoyo militar a cambio de concesiones mineras o respaldo diplomático. Su discurso antioccidental encuentra eco en gobiernos que buscan autonomía frente a París o Washington.
En Oriente Medio, Moscú mantiene su alianza con Irán y su papel como garante en Siria, mientras intensifica la cooperación energética con Arabia Saudí en el marco de la OPEP+. Esa política de alianzas cruzadas permite a Putin presentarse como árbitro en un tablero multipolar donde nadie quiere depender de un solo socio.
Rusia no ofrece estabilidad ni desarrollo, pero sí presencia y protección a regímenes aislados. Su poder blando se basa en la narrativa del resentimiento: prometer soberanía frente a Occidente a cambio de lealtad táctica.
- El poder interior: economía de guerra y estabilidad autoritaria
Internamente, Rusia ha logrado estabilizar su economía gracias a un modelo de control total. Las sanciones han reducido la inversión extranjera y la competitividad tecnológica, pero también han impulsado la sustitución de importaciones y el fortalecimiento del complejo militar-industrial.
El gasto público en defensa y subsidios sociales sostiene la apariencia de normalidad. Las élites empresariales permanecen leales —o cautivas—, y la represión política ha desmantelado cualquier disidencia significativa.
El Kremlin ha convertido la economía de guerra en su nueva normalidad: menos crecimiento, más control, suficiente estabilidad. Putin utiliza el relato del “asedio occidental” para consolidar un nacionalismo defensivo que sustituye la prosperidad por la resistencia como fuente de legitimidad.
El coste social, sin embargo, es alto. La inflación y la militarización del trabajo han incrementado la desigualdad, mientras cientos de miles de jóvenes cualificados han abandonado el país. La fuga tecnológica y la censura informativa limitan la innovación y refuerzan una cultura de resignación. Rusia sobrevive, pero se vacía de su talento y su futuro: un país estable por fuera y extenuado por dentro.
- Europa ante el dilema del descongelamiento
En Bruselas, Berlín y París empieza a surgir un debate incómodo: cómo gestionar a una Rusia que no desaparece. La perspectiva de una negociación total parece lejana, pero también lo es la de un colapso del régimen. La UE mantiene la política de sanciones y apoyo a Ucrania, aunque crece la fatiga y la tentación de una distensión selectiva en sectores como la energía o la seguridad fronteriza.
España, tradicionalmente más prudente en su relación con Moscú, sigue alineada con la posición europea, pero observa con atención la evolución del equilibrio euroasiático. La dependencia energética se ha reducido, pero la estabilidad del Mediterráneo oriental y el Cáucaso sigue afectando directamente a la seguridad europea.
Dentro de la UE, el debate está dividido: los países bálticos y nórdicos insisten en mantener la presión máxima, mientras los mediterráneos y parte de Europa Central abogan por un diálogo limitado para evitar un aislamiento indefinido. España se mueve entre ambos polos, defendiendo la unidad europea pero recordando que la política exterior eficaz requiere vías de comunicación. El dilema, en realidad, no es con Rusia, sino entre los propios europeos: si mantener la firmeza o abrir la puerta a una futura coexistencia.
Claves del tema
Contexto:
Rusia afronta en 2026 un escenario de aislamiento flexible: mantiene el control interno, diversifica alianzas con Asia, África y Oriente Medio, y busca romper el cerco diplomático occidental sin renunciar a su narrativa de confrontación.
Implicaciones:
El Kremlin ha consolidado un modelo económico de guerra y una diplomacia oportunista que refuerza su resiliencia. Europa se enfrenta al dilema entre mantener la presión o adaptar su política a una Rusia estable pero hostil.
Perspectivas:
Si Moscú logra sostener su equilibrio entre China, Irán y el Sur Global, podrá resistir sin reintegrarse. Si no, el agotamiento interno y la erosión económica podrían forzar, tarde o temprano, un reajuste político. En ambos casos, Rusia seguirá siendo un actor imprescindible en la arquitectura del desorden internacional.
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