Artículo de Yago González Bolullo, CEO de Prestomedia Grupo
Tenía 24 años, un café en la mano y demasiada responsabilidad sobre la mesa. Me dejaron al frente de una reunión importante. Sabía lo que había que hacer, lo había visto mil veces, pero me bloqueé. No porque dudara… sino porque imaginé las consecuencias. No hice nada. Y no pasó nada. Pero no lo olvidé.
Desde entonces he aprendido que el miedo no siempre se nota. A veces se esconde tras una prudencia fingida, o detrás de discursos muy largos, llenos de palabras vacías. Otras veces se disfraza de urgencia: moverse mucho, hablar más, hacer como que se actúa… para que no se note que uno no sabe qué hacer.
Por eso conviene no confundir el silencio con miedo. Ni la quietud con cobardía.
Hay quien calla porque sabe. Y quien grita porque no.
Lo veo cada día: en despachos, en partidos, en medios. Decisiones postergadas no por falta de datos, sino por temor a equivocarse. Opiniones guardadas no por respeto, sino por miedo a molestar. Reuniones eternas donde nadie manda, porque todos están esperando a que otro diga algo.
El miedo no siempre se impone. A veces lo cultivamos entre todos.
Nos aferramos a lo prudente, lo calculado, lo inofensivo. Y entonces pasa algo curioso: nadie manda, pero el miedo sí.
En el toreo, como en la vida, se sabe cuándo alguien tiene miedo. No por lo que dice, sino por cómo se coloca. Por ese pequeño paso atrás. Por el cite inseguro. A veces, basta con una mirada. No hace falta hablar para imponer. Pero tampoco hace falta hablar para descubrir al que duda.
Mandar no va de moverse mucho. Tampoco de estar quieto. Va de saber por qué lo haces.
Desde la andanada, donde uno ve más que oye, se percibe rápido quién domina el ruedo… y quién solo intenta que no se le note el temblor.
Y si algo enseña el miedo es esto: que cuando manda él, el que tiene el cargo solo ocupa la silla.
Y eso, en el ruedo, en la política o en la empresa… siempre se acaba pagando.