Por Yago González — CEO Grupo Prestomedia
Estos días, con San Isidro en plena ebullición, he vuelto a sentarme en mi andanada de Las Ventas. Desde allí, uno ve el ruedo con perspectiva. Se aprecia la colocación, el temple, el error y la verdad. Y como casi siempre, más allá de la lidia, de los muletazos o del trapío, lo que más me interesa es lo que no se dice. El silencio. Ese que lo envuelve todo cuando el torero se coloca en la cara del toro y la plaza, entera, contiene el aliento.
Hay un tipo de poder —el más sutil y el más eficaz— que se ejerce sin aspavientos. Es el poder de quien no necesita hablar para mandar. En el ruedo, como en la vida, el que impone es el que no se precipita. El que aguanta. El que mide. El que sabe que un pase puede más que una verónica rápida, si se da en el momento justo y sin alardes.
En la política, en la empresa o en los medios pasa justo lo contrario. Se ha instalado una cultura de la sobreexposición. Si no opinas de todo, no existes. Si no dices algo, parece que no estás trabajando. Pero lo cierto es que muchos de los que más influyen son los que menos ruido hacen.
En estos años como CEO, una de las cosas que más valoro es saber esperar. No responder de inmediato. No entrar al trapo de cada provocación. No improvisar titulares para ganarse un clic más. La estrategia tiene mucho de temple. Como en el toreo: no se trata solo de tener valor, sino de saber cuándo y cómo moverse. Cuándo hay que cargar la suerte, y cuándo conviene quedarse quieto.
En el mundo empresarial —y especialmente en el de los medios— hablar menos y hacer más es una ventaja competitiva. Porque mientras otros están distraídos buscando frases para la galería, tú puedes estar viendo por dónde viene el toro de verdad. Y eso no se aprende en un máster. Se aprende estando en la arena.
El silencio bien manejado, en una plaza como Las Ventas, no es vacío: es respeto, es tensión, es expectación. Lo mismo ocurre en la vida pública. Saber callar en el momento adecuado es un arte. No por cobardía, sino por inteligencia. El que aguanta sin moverse, el que espera sin hablar, muchas veces es el que termina cortando orejas.
No hace falta llenar cada silencio con palabras. Quien se gana el respeto sin pedirlo acaba mandando. Porque en la vida, como en la plaza, el poder no se exige: se merece.