El fin de la ilusión post-Guerra Fría
La caída del Muro de Berlín y la posterior disolución de la Unión Soviética consolidaron un relato que parecía inapelable: el triunfo del liberalismo y la globalización pondrían fin a las grandes disputas entre imperios. Se abría una nueva era de integración económica y progreso compartido en la que las fronteras, aunque seguían existiendo, perdían su carga conflictiva.
Tres décadas después, esa narrativa se ha hecho añicos. El mundo ya no se organiza en torno a un consenso liberal liderado por Occidente, sino que se desliza hacia una dinámica más parecida a la de finales del siglo XIX: bloques de poder con ambiciones expansionistas, alianzas pragmáticas y una lucha feroz por recursos estratégicos.
Estados Unidos, Rusia y China ya no solo compiten, sino que buscan esferas de influencia, tejen redes de clientelismo y recurren a herramientas clásicas del imperialismo: la anexión territorial, la coacción económica y la intervención militar. Si en el siglo XX el término “imperialismo” se usaba casi exclusivamente como crítica a la expansión occidental, hoy vuelve a ser una descripción objetiva de una realidad.
Rusia y China: la resurrección de las lógicas imperiales
El caso de Rusia es paradigmático. La invasión de Ucrania en 2022 supuso la mayor violación del orden internacional desde la Segunda Guerra Mundial. Con una narrativa que remite a los zares y a la nostalgia soviética, Vladimir Putin ha justificado su expansión como una restauración de la “Rusia histórica”, negando la soberanía de Ucrania y trazando paralelismos con los procesos de anexión imperial de siglos pasados.
Para Mark Galeotti, experto en geopolítica rusa, Moscú ya no opera bajo la lógica de un Estado-nación moderno, sino como una potencia imperial en decadencia que intenta perpetuar su influencia mediante la fuerza. “Rusia no está construyendo un nuevo imperio funcional, sino intentando evitar su colapso final”, sostiene Galeotti.
China, por su parte, ha optado por una estrategia de expansión más sutil, pero igualmente imperial. A través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, Beijing ha establecido una red de influencia global, endeudando a países en desarrollo y asegurando su lealtad estratégica. En el Mar de China Meridional, su comportamiento recuerda a las antiguas potencias coloniales: construcciones artificiales en islas disputadas, militarización de rutas comerciales y una creciente presión sobre Taiwán, cuya anexión parece más una cuestión de tiempo que de posibilidad.
Estados Unidos y la paradoja del imperialismo democrático
Si bien Estados Unidos ha denunciado los excesos imperialistas de Rusia y China, su propia política exterior también ha revivido prácticas expansionistas bajo otros formatos. Su dominio del sistema financiero global, su influencia en organismos internacionales y su uso de sanciones económicas como arma de guerra han consolidado una forma de imperialismo no territorial, pero igualmente determinante.
Desde la Guerra Fría, Washington ha utilizado la hegemonía del dólar y el control de instituciones como el FMI y el Banco Mundial para condicionar el desarrollo de otras naciones. En palabras de John Mearsheimer, teórico del realismo ofensivo, “Estados Unidos sigue actuando como un imperio, pero sin llamarse a sí mismo como tal”. Su capacidad de proyectar poder, ya sea mediante bases militares, presión comercial o control tecnológico, sigue siendo incomparable.
Europa: ¿un imperio fragmentado?
En este tablero, la Unión Europea enfrenta una crisis de identidad. Su modelo, basado en el derecho internacional y la cooperación, parece inadecuado para un mundo donde la fuerza vuelve a ser la moneda de cambio. Josep Borrell, Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores, advirtió recientemente que Europa “vive en un jardín rodeado por la jungla” y que, si no refuerza su capacidad de defensa, corre el riesgo de quedar irrelevante.
La falta de una política militar común y la dependencia de Estados Unidos en cuestiones de seguridad han debilitado a la UE en un escenario global cada vez más agresivo. Francia, la única potencia nuclear del bloque, ha intentado reforzar una estrategia de autonomía estratégica, pero la mayoría de los países europeos siguen confiando en la OTAN como escudo protector.
España en el nuevo orden mundial
Para España, la reconfiguración geopolítica presenta desafíos y oportunidades. La competencia entre potencias ha convertido el norte de África y el Sahel en una zona de gran inestabilidad, con Marruecos y Argelia como actores clave en la ecuación. La creciente presencia de Rusia en Malí, el avance del yihadismo y la presión migratoria convierten la frontera sur de España en un espacio geopolítico de alto riesgo.
Madrid necesita redefinir su política exterior con una visión más estratégica. Reforzar su papel en la UE, estrechar lazos con América Latina y consolidar su influencia en el Mediterráneo deben ser prioridades. Sin embargo, para lograrlo, España debe superar su tradicional inercia diplomática y asumir que la política internacional ya no se rige por las reglas del multilateralismo idealista, sino por la lógica del poder.
¿Hacia un nuevo sistema multipolar?
El resurgimiento del imperialismo no significa que el mundo esté regresando a una estructura bipolar como la de la Guerra Fría. Más bien, se está configurando un sistema multipolar en el que varias potencias —Estados Unidos, China, Rusia, la UE, India y actores regionales como Turquía y Brasil— compiten por influencia en diferentes ámbitos.
La gran incógnita es si este nuevo equilibrio será estable o si dará lugar a conflictos más abiertos. La historia demuestra que los periodos de transición de poder suelen ser los más peligrosos, y la fractura del orden liberal podría derivar en enfrentamientos más directos.
Europa y sus aliados democráticos enfrentan un dilema: adaptarse a esta nueva realidad sin perder sus valores o quedar relegados a la periferia de la historia. La era de las ilusiones ha terminado. El mundo vuelve a ser un tablero de disputa, donde los imperios no han desaparecido, solo han cambiado de forma.