Ignacio Álvarez-Ossorio
Catedrático de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Complutense de Madrid
El presidente Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca con una andanada de órdenes ejecutivas que representan una enmienda a la totalidad a las políticas de su predecesor Joe Biden. También en lo que respecta a la cuestión palestina, Trump ha dado un giro de 180 grados abandonando el tradicional respaldo estadounidense a la fórmula de los dos Estados y mostrándose a favor de la expulsión de los más de dos millones de habitantes de Gaza que han sobrevivido a los quince meses de bombardeos que han causado, al menos, 48.000 muertos y 110.000 heridos.
Nada nuevo bajo el sol ya que, durante su primer mandato, Trump adoptó una política exterior alienada con los intereses de Israel: aprobó el traslado de la embajada norteamericana de Tel Aviv a Jerusalén, reconoció la anexión de los Altos del Golán y cortó las ayudas a la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA). Al mismo tiempo, promovió la normalización de relaciones entre Israel y el mundo árabe mediante los Acuerdos de Abraham y planteó el denominado Acuerdo del Siglo, un proyecto que contemplaba la anexión de los principales bloques de asentamientos de colonos a cambio de canalizar grandes inversiones a las zonas bajo control de la Autoridad Palestina.
La reciente propuesta del presidente Trump de forzar la salida de más de dos millones de personas de la Franja de Gaza se alinea con las posiciones de los sectores fundamentalistas y mesiánicos del gobierno de Netanyahu. Formaciones como el Partido Sionista Religioso, Poder Judío o el propio Likud han aplaudido dicha iniciativa, ya que es coherente con su proyecto de establecer un Gran Israel entre el río Jordán y el mar Mediterráneo anexando no solo la Franja de Gaza, sino también el conjunto de Cisjordania. El propio presidente norteamericano ha señalado que Israel tiene “un pedazo de tierra bastante pequeño” en comparación con el resto de países de la zona, lo que podría abrir la puerta a redibujar las fronteras de Oriente Medio que fueron establecidas hace ahora un siglo tras los Acuerdos de Sykes-Picot.
También los nombramientos realizados en las últimas semanas siembran dudas sobre la solución de los dos Estados, ya que destacados miembros de la nueva administración consideran que Israel tiene un derecho sagrado sobre los Territorios Ocupados. Es el caso, entre otros, de Mike Huckabee, el nuevo embajador en Israel, que declaró a la CNN que “los palestinos realmente no existen: son una herramienta política para intentar arrebatar tierras a Israel”. En otra ocasión, el político evangelista señaló: “Nunca podremos aceptar la idea de que Israel sea dividido y que Jerusalén sea partida en dos. Seamos claros: las fronteras de Israel no las fijan las Naciones Unidas, sino Dios todopoderoso”.
A pesar de que los políticos israelíes prefieren utilizar el eufemismo de “emigración voluntaria”, lo cierto es que la expulsión de más de dos millones de palestinos no puede edulcorarse, ya que representaría una operación de limpieza étnica que podría replicarse, en el caso de llevarse a la práctica de manera exitosa, en Cisjordania. El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que no ha sido firmado ni por Estados Unidos ni por Israel, prohíbe de manera tajante la deportación o traslado forzoso de la población, a la que considera un crimen de guerra y de lesa humanidad.
La pretensión de transformar una Gaza reducida a escombros tras quince meses de bombardeos en la Riviera de Oriente Medio no hace más que añadir sal a la herida. La posibilidad de convertir la tragedia palestina en una oportunidad de negocio ya fue apuntada por Jared Kushner en una conferencia pronunciada el 15 de febrero del pasado año en Harvard University. El yerno del presidente y exasesor de la Casa Blanca señaló entonces que “la propiedad frente al mar de Gaza podría ser muy valiosa” y aconsejó: “Si yo fuera Israel, demolería con excavadoras partes del desierto del Negev y trasladaría a la población allí”.
Además de contraria al derecho internacional, la expulsión de más de dos millones de personas podría volverse como un boomerang no solo contra Washington, sino también contra sus aliados regionales. Por una parte, cabe prever que la población palestina no abandonará sus hogares de manera voluntaria, por lo que EE.UU. podría verse obligado a desplegar efectivos para llevarla a cabo, lo que tendría desastrosas consecuencias para su imagen internacional. Por otra parte, Egipto y Jordania, dos de sus aliados más sólidos, han rechazado frontalmente la iniciativa advirtiendo de los riesgos que implicaría el aluvión de cientos de miles de personas sin ningún tipo de recursos y absolutamente desesperadas. Debe recordarse que el Egipto de Abdel Fattah Al Sisi y la Jordania de Abdallah II atraviesan una situación económica crítica y carecen de los recursos necesarios para hacer frente a una catástrofe humanitaria de semejante magnitud, por lo que consideran que una eventual expulsión provocaría un verdadero terremoto en Oriente Medio y pondría en peligro su propia supervivencia.
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