Roberto Veiga González
Abogado y politólogo / Colaborador de la Fundación Alternativas
La crisis cubana demanda una solución urgente, pero resulta difícil lograrlo. El poder cubano malgastó las oportunidades para transformar el modelo sociopolítico y, actualmente, carece de condiciones para una estrategia que saque al país de la crisis sin poner en riesgo la seguridad y los intereses de la élite política.
Algunos apelan a que el desgaste agote al poder y ello pudiera ocurrir, pero debemos considerar que, en esa dinámica de agotamiento integral, el pueblo se agota con más celeridad y en una dimensión mayor. Apoyar entonces esta opción puede resultar en un aniquilamiento social.
También algunos consideran que ese círculo vicioso pudiera romperse a través de protestas sociales que derroquen al poder, y esto no sería descartable, pero debemos considerar dos cuestiones. La ciudadanía padece un agotamiento aplastante y el poder ha perfilado sus capacidades para destruir a cualquier precio las protestas que puedan ponerle en peligro. En tanto, resulta cruel convocar al pueblo que sufre para que protagonice en las calles un enfrentamiento dramático con los custodios del poder.
Igual se hace necesario considerar que el activismo político y civil opuesto a la oficialidad no ha logrado prefigurar un nuevo inicio para el país. Reconocerlo constituye un realismo responsable. Tampoco Cuba podrá salir de la crisis sin una relación pragmática con Estados Unidos, y no parece haber interés suficiente para ello en ese país.
De manera que, al parecer, Cuba está atrapada en un limbo político. Por ello, resulta imprescindible una apertura acordada, a modo de dos procesos paralelos, uno entre cubanos —que sería la razón política fundamental de todo proceso— y otro entre ambos países.
Tal inicio debería partir de dos compromisos radicales. A favor de los cubanos concretos que actualmente padecen demasiadas penurias, y de horizontes amplios e innegociables en torno a los derechos humanos. Pero también dispuestos a transitar caminos estrechos para alcanzarlos, que son los propios de cualquier proceso de esta índole.
Para esto, habría que implicar al poder cubano y al establishment estadounidense, pero ello demanda incentivos y unas pocas certezas. A la vez, toda posibilidad de solución tendría que pasar por la dinamización de una zona de las sociedades civil y política -de la Isla y la diáspora- dispuesta a la búsqueda de una solución.
Ciertamente, la sociedad cubana no disfruta de un «peso político suficiente», pero sí de «peso político potencial», porque resulta imprescindible para salir de la crisis; y los poderes de Estados Unidos necesitan —políticamente— una apertura del Estado cubano a esa sociedad para poder impulsar una normalización efectiva de las relaciones bilaterales. Dicho quehacer, asimismo, necesitaría de un conjunto de facilitadores internacionales que, entre otras cosas, legitime ante las partes la confianza política necesaria para el avance de todos los que deberían implicarse.
Quizá el Gobierno cubano no podría comenzar una reconstrucción de la convivencia y el bienestar sin conocer la probable implicación de Estados Unidos, pero sí podría aportar la piedra angular de todo ello. O sea, tomar la decisión de salir de la crisis, con una agenda/marco para el desarrollo de la convivencia entre cubanos y el bienestar, la aceptación de unas relaciones pragmáticas entre Cuba y Estados Unidos, y el inicio de un clima de entendimiento con la zona de las sociedades civil y política dispuesta a transcender las circunstancias y lograr una solución.
Asimismo, el poder cubano demandaría ciertas condiciones para hacerlo sin poner en riesgo la seguridad y los intereses de la élite política. Por ejemplo, facilidades para impulsar el desarrollo de una economía real, que comience a ofrecer bienestar y disminuya la desesperación y la desesperanza social; acuerdos sobre las transformaciones económicas, sociales y políticas que garanticen la gradualidad necesaria; y un acuerdo «de Helsinki» cubano que establezca los fundamentos y el marco legal para tales procesos paralelos.
Posiblemente, el Gobierno estadounidense podría disponerse si, por ejemplo, el incremento del bienestar en Cuba sea capaz de limitar la emigración hacia Estados Unidos; Cuba aumente su contribución a los mecanismos para la lucha regional contra el crimen organizado; sea factible un acuerdo bilateral para una relación económica mutuamente provechosa; y reforzar así su legitimidad en América Latina en cuanto a la resolución pacífica de conflictos y la cooperación en temas de interés común.
Para ello, sería indispensable establecer las temáticas fundamentales y esbozar un trayecto posible para esos dos procesos paralelos. Los temas pudieran concatenarse de diversas formas, en ciclos, si bien ambas partes requerirán que los cambios por parte del Otro sean diáfanamente verificables. Y las materias pudieran ser las siguiente:
Desde Cuba: liberación de los presos por motivos políticos; institucionalización de la Sala de Garantías Constitucionales que refrenda la ley 140/2021, con capacidad para exigir que la Constitución posea aplicación directa y así no esté prisionera de legislaciones de inferior rango que la contradicen; institucionalización de una economía abierta; interlocución con la zona de las sociedades civil y política dispuesta a una solución; diálogos sobre las necesarias reformas electorales y de otras instituciones; e institucionalización de estas reformas.
Desde Estados Unidos: salida de Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo; establecimiento de relaciones económicas entre las empresas cubanas privadas y las estadounidenses, con acceso a finanzas, tecnología y mercado; apoyo al acceso de Cuba a las instituciones financieras internacionales, comenzando por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial; institucionalización de los intercambios familiares, deportivos, culturales, educacionales, académicos, científicos y humanitarios; contribuir a la creación en Cuba de instituciones que ofrezcan créditos a todas las empresas; y suspender la autorización de nuevos procesos bajo el ejercicio del Título III de la Ley Helms-Burton.
Cuba se debate entre una solución compleja, lenta y modesta o, de agotarse el tiempo político, su instalación tal vez definitiva en el cuarto mundo. Esto último incrementaría la pobreza, establecería una gobernanza caótica, aumentaría el flujo migratorio y facilitaría el desarrollo del crimen organizado con participación internacional. En fin, Cuba dejaría de ser sólo un país agotado para convertirse además en un peligro hemisférico.
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