Por Xabier González Barcos
En un mundo globalizado y capitalista, donde las fronteras físicas no son ya una barrera para la movilidad de quienes disponen de los recursos necesarios, el turismo se ha consolidado como una de las industrias más dinámicas y omnipresentes. Sin embargo, la forma en que concebimos el turismo y la libertad de movimiento está cargada de contradicciones. La promesa de explorar culturas, paisajes y experiencias nuevas parece, en muchos casos, haber derivado en un fenómeno de banalización y consumo que trasciende su propósito inicial: encontrar un mundo diverso y auténtico.
Hoy, viajar no es simplemente desplazarse, sino participar en un ciclo económico global donde las dinámicas del poder económico y cultural quedan al descubierto. Para entender el alcance de esta actividad, conviene analizar cómo las naciones más capitalizadas del planeta impulsan las prácticas turísticas más exageradas y cómo estas afectan a los países que se posicionan como anfitriones.
La libertad de movimiento: un privilegio disfrazado
En términos ideales, la libertad de movimiento es un derecho universal, pero en la práctica está profundamente condicionada por las asimetrías económicas y sociales. Los ciudadanos de países ricos poseen un acceso prácticamente ilimitado al mundo, gracias a sus pasaportes privilegiados y su capacidad económica. Por el contrario, esta libertad es ilusoria para los habitantes de países menos favorecidos, cuyas posibilidades de viajar están limitadas por barreras financieras, restricciones migratorias y el peso de economías subordinadas.
El turismo se enmarca en esta desigualdad. Los países capitalizados, encabezados por Estados Unidos, Alemania, Reino Unido y China, son responsables del mayor volumen de gasto turístico internacional, según datos de la Organización Mundial del Turismo (OMT). En cambio, naciones como Tailandia, México, Indonesia y Kenia, que basan buena parte de su economía en la industria turística, se posicionan como los destinos predilectos. Estas últimas se convierten en territorios diseñados para complacer los gustos y expectativas de los visitantes extranjeros, con un alto costo cultural y ambiental.
El turismo como consumo: la búsqueda de la autenticidad perdida
El fenómeno turístico contemporáneo podría describirse como una suerte de paradoja. Aunque muchos viajeros afirman buscar experiencias auténticas que les permitan conectar con otras culturas, este deseo suele estar mediado por paquetes y servicios que despojan a esas culturas de su complejidad y riqueza. El resultado es una representación artificial y homogeneizada, donde la autenticidad queda reducida a un producto de mercado, cuidadosamente diseñado para satisfacer las expectativas del visitante.
Es revelador observar cómo esta dinámica afecta tanto a los destinos como a los viajeros. Lugares como Bali, Marrakech o la Riviera Maya han sido transformados en escaparates turísticos, donde lo “exótico” se exhibe como mercancía y los lugareños se convierten en prestadores de servicios antes que anfitriones de sus propias tradiciones. Para el viajero, en cambio, el turismo se convierte en un acto de consumo más, en el que las experiencias se coleccionan como bienes simbólicos que refuerzan su identidad personal o su estatus social.
Países consumidores y países explotados
Las estadísticas sobre el turismo internacional dibujan un mapa de desequilibrios. En 2023, los principales emisores de turistas internacionales fueron China, Alemania y Estados Unidos, con un gasto combinado que superó los 600 mil millones de dólares. En cambio, los países receptores más dependientes del turismo, como Maldivas, Camboya o República Dominicana, apenas reciben una fracción de estos ingresos, mientras enfrentan costos invisibles: daño ambiental, gentrificación y la precarización de las comunidades locales.
El caso de las Maldivas es particularmente ilustrativo. Este archipiélago del Océano Índico se ha convertido en sinónimo de lujo y exclusividad, atrayendo a turistas de alto poder adquisitivo. Sin embargo, detrás de las playas cristalinas y los resorts de cinco estrellas, las comunidades locales enfrentan retos como la escasez de recursos básicos, la contaminación y la sobreexplotación de sus ecosistemas marinos. Este modelo se repite en otros destinos que priorizan las necesidades del turismo internacional sobre el bienestar de sus propios habitantes.
Por otro lado, la creciente demanda de experiencias de lujo, como safaris exclusivos en África o cruceros por la Antártida, pone de manifiesto la exacerbación de dinámicas turísticas que privilegian la ostentación sobre la sostenibilidad. Estas experiencias, reservadas para una élite global, reflejan una desconexión con las realidades locales y un desprecio por los límites ecológicos del planeta.
La ilusión del turismo responsable
En respuesta a las críticas hacia el turismo masivo, ha surgido una tendencia hacia el turismo responsable o ético. Este enfoque busca minimizar el impacto ambiental y social de los viajes, promoviendo prácticas como el ecoturismo, la colaboración con comunidades locales y el respeto por la biodiversidad. No obstante, este modelo también ha sido objeto de críticas por su limitada efectividad y su carácter simbólico.
Muchas iniciativas de turismo responsable terminan siendo una estrategia de marketing, más que un compromiso real con el cambio estructural. Los viajeros, especialmente los provenientes de países desarrollados, tienden a participar en estas experiencias como una forma de aliviar su culpa, sin cuestionar las raíces del problema: un sistema económico global que prioriza el lucro sobre la justicia social y ambiental.
Conclusiones: repensar por qué y cómo viajamos
El turismo, tal como lo conocemos hoy, no es una actividad neutral ni desinteresada. Está profundamente imbricado en las dinámicas del capitalismo global, donde los países más ricos ejercen su poder económico y cultural sobre aquellos que dependen de esta industria para sobrevivir. Los destinos turísticos, en su afán por atraer visitantes, a menudo sacrifican su identidad cultural, su medio ambiente y su bienestar social, consolidando un sistema de desigualdad que perpetúa las relaciones de dependencia entre el Norte y el Sur global.
En última instancia, la pregunta no es si debemos o no viajar, sino cómo podemos hacerlo de manera más consciente y responsable. Repensar el turismo implica cuestionar nuestras motivaciones, rechazar la búsqueda de experiencias superficiales y promover un modelo que respete tanto a las comunidades locales como al planeta. Porque, al final, viajar no debería ser un acto de consumo, sino una oportunidad para conectar con el mundo en su verdadera diversidad y complejidad.