Eduardo González
La Plaza Mayor de Madrid acoge desde hace más de siglo y medio uno de los mercadillos de Navidad más populares de España y más atractivos para el turismo internacional.
La historia de nuestra plaza comenzó a mediados del siglo XIV, cuando el Rey de Castilla Enrique IV autorizó el primer mercado franco en Madrid. Para tal fin, se escogieron dos escenarios, uno intramuros, la plaza de San Salvador (la actual Plaza de la Villa), y otro extramuros, la plaza del Arrabal, situada en una explanada de carros en la que confluían mercaderes y mercancías procedentes de los caminos de Toledo y Atocha.
El siguiente capítulo importante de esta historia se produjo en 1580, cuando Felipe II encargó a Juan de Herrera (el arquitecto del Monasterio de El Escorial) un ambicioso plan urbanístico para ennoblecer el aspecto de la Villa, a la que él mismo había convertido en sede de la Corte en 1561.
A esas alturas, la plaza del Arrabal ya había desplazado a San Salvador como principal plaza de mercado de Madrid, pero su verdadera puesta de largo se produjo en 1619, cuando -en pleno reinado de Felipe III y bajo la mano maestra de Juan Gómez de Mora- concluyeron las obras de remodelación de la Plaza Mayor, el nuevo nombre popular de la plaza del Arrabal. Gracias a estas obras, enmarcadas en el citado plan urbanístico de Felipe II, Madrid se acababa de dotar de un lugar suficientemente amplio para instalar el mercado semanal y para celebrar todo tipo de acontecimientos sociales, como batallas carnavalescas, corridas de toros, autos de fe de la Inquisición e incluso ejecuciones públicas en el patíbulo municipal.
Fue también en siglo XVII cuando comenzó a funcionar en su vecina Plaza de Santa Cruz, frente a la actual sede del Ministerio de Asuntos Exteriores, un mercadillo de Navidad en el que se vendían alimentos (carnes, verduras o frutas), animales (pavos y pollos vivos, sobre todo), flores, adornos y regalos.
Con los años, el mercadillo fue extendiéndose poco a poco por las Cavas, Puerta Cerrada, Calle de Toledo, Calle del Arenal y, por supuesto, la propia Plaza Mayor, tal como recogió en 1765 el dramaturgo Ramón de la Cruz, uno de los padres del casticismo madrileño, en su sainete La Plaza Mayor por Navidad. Fue tal el éxito del mercadillo, que las autoridades decidieron poner orden y, de paso, sacar algún beneficio económico. En el siglo XIX, el Ayuntamiento dictó una normativa reguladora que obligaba a todos los comerciantes navideños a solicitar su licencia de venta previo abono de una tasa de cinco pesetas por “cada metro cuadrado o fracción en la Plaza Mayor, calle de Ciudad Rodrigo, Zaragoza y Plaza de Santa Cruz”.
En 1860, el Ayuntamiento trasladó definitivamente el mercadillo navideño a la Plaza Mayor. Desde entonces, y sobre todo desde principios del siglo XX, los mercaderes de la plaza empezaron a incorporar nuevos productos a sus puestos de venta, desde turrones y mazapanes a zambombas y artículos de broma y, por supuesto, figuras del Belén y árboles de Navidad. Tras el receso obligado de la Guerra Civil, el Ayuntamiento de Madrid prohibió en 1944 que se siguieran vendiendo productos alimenticios en la Plaza Mayor y ordenó que las casetas se limitasen a los artículos de broma y a los adornos navideños.
En 1962, el mercadillo de Navidad de la Plaza Mayor se hizo especialmente popular en toda España gracias a la película La gran familia, en la que un desesperado abuelo (Pepe Isbert) perdió a Chencho, su nieto más pequeño, en medio del gentío. La historia acabó felizmente y la frase “Chencho, hijo mío” se convirtió en un referente de la cultura popular.
En la actualidad, el mercadillo reúne un centenar de casetas de madera (desde los años ochenta, cuando se sustituyeron las de toldo), regentadas por medio centenar de familias y bajo la organización de la Asociación del Mercado Navideño de la Plaza Mayor.