<h6><strong>Eduardo González</strong></h6> <h4><strong>Los Reyes españoles del siglo XVII intensificaron sus gestiones y negociaciones diplomáticas con la Santa Sede para que declarase la Inmaculada Concepción de la Virgen como dogma de fe, un objetivo inicialmente religioso que acabó convirtiéndose en un verdadero asunto de Estado.</strong></h4> <strong>La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, cuya festividad se celebra hoy, no fue declarada dogma de fe hasta 1854</strong>, pero su culto existe desde muchos siglos antes. En el caso de España, la Inmaculada Concepción (o Purísima Concepción) adquirió mucho fervor popular en la Edad Media gracias, sobre todo, a la predicación de los franciscanos, pero con el tiempo se fue extendiendo hasta alcanzar a la realeza. Los primeros casos conocidos de devoción fueron los de <strong>Fernando III de Castilla y Jaime el Conquistador de Aragón,</strong> ambos del siglo XIII, pero su ejemplo fue continuado, en mayor o menor grado, por otros monarcas, como <strong>Pedro IV el Ceremonioso, Juan I de Aragón o Isabel la Católica</strong>, quien en 1484 consiguió que el Papa Inocencio VIII autorizase la orden “inmaculista” por excelencia de su reinado, las religiosas Concepcionistas. Sus sucesores, <strong>Carlos V y Felipe II</strong>, incluso llegaron a tener la imagen de la Inmaculada en algunas de sus armaduras. A lo largo del siglo XVII, en el seno del Clero español se extendió un encendido debate entre los “inmaculistas” y los contrarios a la devoción a la Inmaculada (los “maculistas”), y los Reyes decidieron tomar partido en favor de los primeros en un ámbito que les era propio: la diplomacia, especialmente ante la Santa Sede, la única institución con capacidad para declarar a la Inmaculada Concepción como dogma de fe. De acuerdo con un extraordinario estudio del profesor<a href="https://revistaseug.ugr.es/index.php/cnova/article/viewFile/2579/2728" target="_blank" rel="noopener noreferrer"> <strong>José Antonio Peinado Guzmán, de la Universidad de Granada</strong></a>, detrás de este debate se encuentran los problemas de la política exterior de los llamados Austrias menores, quienes, sabedores de que militarmente ya no mantenían el poder de antaño, quisieron aprovechar su tradicional buena relación con el Papado para obtener crédito europeo. Tener el favor papal en aquel período constituía un enorme privilegio y “conseguir que una devoción tan propiamente española como ésta llegase a rango de dogma de fe, suponía algo más que una disquisición religiosa”. <h5><strong>Felipe III y Felipe IV</strong></h5> Las primeras gestiones serias comenzaron con <strong>Felipe III</strong>, quien, presionado por el ferviente arzobispo de Sevilla, Pedro de Castro, escribió en 1617 al <strong>Papa Paulo V</strong> para que definiera la Inmaculada Concepción como dogma de fe. Fue tal la presión diplomática desplegada por el Rey para intentar doblegar la voluntad del Papa que, según contaba un cardenal español de la época, Paulo V “entró en grandísima cólera”. En consecuencia, Felipe III se vio obligado a claudicar, aunque en los últimos momentos de su vida lamentó no haberse esforzado más para conseguir su objetivo. Según el autor, Paulo V decidió no implicarse en este asunto para no enfadar a Francia, que no estaba dispuesta a aceptar que el Papa tomase una decisión sobre doctrina sin convocar un concilio ecuménico. <strong>Felipe IV</strong> también mostró una gran devoción por el misterio concepcionista y se tomó muy en serio este cometido desde el mismo año de su llegada al trono, en 1621. Su primera decisión fue la de sustituir como embajador ante el Papa Gregorio XV al Duque de Alburquerque por el Duque de Pastrana, a quien ordenó que siguiera presionando en la Santa Sede. No obstante, la muerte del Papa enfrió los ánimos y las relaciones de Felipe IV con su sucesor, Urbano VIII, fueron poco amistosas y obligaron al Monarca a dejar de insistir por un tiempo. El fallecimiento de Urbano III y la llegada a la Santa Sede de Inocencio X (1644) intensificaron las gestiones diplomáticas y “<strong>un aluvión de embajadas, a la postre estériles, se sucedieron en Roma con el único objetivo de conseguir la declaración dogmática”</strong>, según el autor del estudio. A pesar del envío a Roma del Almirante de Castilla, del Conde de Siruela como nuevo embajador ordinario o del obispo de Málaga y el Duque del Infantado como embajadores extraordinarios, apenas se consiguieron avances. Tampoco se consiguió gran cosa con el nuevo Papa Alejandro VII (1655), a pesar del inicial apoyo de éste a la causa “inmaculista”. <h5><strong>Carlos II y los Borbones</strong></h5> A la muerte de Felipe IV en 1665, <strong>la regente Mariana de Austria</strong>, gran devota del misterio, continuó con las presiones diplomáticas y su hijo <strong>Carlos II</strong> llegó incluso a pedir el apoyo del Rey de Francia, Luis XIV, pero éste se excusó para evitar controversias. El Hechizado encargó a su sucesor (fuera quien fuera) la misión de seguir pidiendo a la Santa Sede la definición de la Inmaculada Concepción como dogma de fe y lo cierto es que los dos pretendientes, <strong>Felipe V y el Archiduque Carlos</strong>, fueron muy devotos del misterio y se pusieron bajo la protección de la Inmaculada Concepción en sus batallas (el primer Rey Borbón incluso declaró a la Inmaculada Concepción patrona de la Infantería tras su victoria en la batalla de Villaviciosa). No obstante, las dos embajadas de Felipe V a Roma fueron infructuosas. <strong>Carlos III</strong> volvió a intentarlo en 1760, pero su decisión de expulsar a los jesuitas no facilitó, precisamente, su relación con el Papa. Finalmente, la Inmaculada Concepción fue declarada dogma de fe en 1854 <strong>durante el periodo de menor influencia de la monarquía española ante la Santa Sede y, curiosamente, gracias a las gestiones de la conferencia episcopal francesa.</strong>