La ultraderecha ha vencido de nuevo. Otro gobierno formado por líderes de partidos asociados a la ideología de extrema derecha y las conductas del reflujo fascista comienza a erigirse más allá del Rin. Herbert Kickl, la cabeza de partido del FPÖ (Partido de la Libertad en castellano) se autodenominó Volkskanzler al conseguir el 28,8% de los votos del electorado, mismo sobrenombre con que se designaba Adolf Hitler antes de tomar el poder. Con el gobierno de Orbán y la soberanía italiana como vecinos contiguos, la nueva fuerza austríaca forma un conglomerado de poderes ultraconservadores que se adosan formando una barrera entre la Europa noroccidental y la sudoriental: los Balcanes. Meloni, Marine Le Pen, Orban o Alice Weidel son algunos de los nombres que amenazan por amedrentar a Europa poniendo en un brete los derechos predicados y conseguidos por el viejo continente tras las dos grandes guerras.
¿QUÉ ESTÁ PASANDO?
He podido leer la frivolidad de que la historia política de Austria “nunca ha asumido del todo su pasado Nazi”. De algún modo, varios politólogos aseguran que es un país que todavía no ha conseguido superar los vestigios de un pasado estrechamente ligado al nazismo y una serie de estructuras psicosociales o sociológicas arraigadas al antisemitismo. Por mi parte puedo comulgar con la idea de que este arraigo al antisemitismo se ve diluido tras la reconstrucción de la imagen del pueblo judío después de la segunda guerra mundial y transita, en el actual posmodernismo, a la xenofobia más arbitraria. Un mero sentimiento irracional e intuitivo por el que todo lo ajeno es peligroso o nocivo para lo propio. Sin embargo, decir que el pueblo austríaco no ha superado o “asumido del todo” su pasado fascista es algo verdaderamente peligroso. Principalmente, porque parte de la pueril idea de que algo tal al nacismo, semejante mácula en la historia de un pueblo –o varios–, puede superarse. El nacismo es algo con lo que Austria (y Alemania y Polonia y Eslovaquia y Hungría…) tendrá que convivir durante siglos. Inasumible, sino de modo orgánico y espontáneo, propio del paso del tiempo, e insuperable desde cualquier perspectiva. Austria siempre habrá sido Nazi y nadie le quitará a Kikl y a su partido la herencia de aquellos nostálgicos de la Gran Alemania, mas la aserción de que Austria sigue siendo Nazi, es no más que una veleidad.
A mi parecer, los sucesos en Italia y Austria –lo de Hungría tiene sus matices– son mucho menos pretenciosos, contienen una narrativa mucho más sucinta y atiende a causas circunstanciales. El aumento de la inflación, los costes de vida y los escándalos políticos han erosionado el atractivo de los partidos tradicionales. Las clases medias (predominantes en el país) desconfían de las políticas sociales y buscan su propia estabilidad. Nada tiene que ver esto con los fenómenos xenófobos que los partidos conservadores utilizan en sus discursos, legitimados por las crisis migratorias de la actualidad. Mucho menos con la tradición Nazi mediante la cual la ultraderecha presuntamente regurgita y se apodera de los estratos oficiales de la opinión pública. Esto es un absurdo, de hecho, probablemente lo más nazi que se pueda reconocer en la sociedad austríaca sean las formas de coacción y populismo que utilizan los grupos políticos extremistas en su comunicación. Eso y nada más que una cierta reticencia a lo ajeno, un gen xenófobo antropológico completamente normal y usual en todas las sociedades. No obstante, no hay que subestimar las profundidades de estos sucesos, que están ya impregnando a toda Europa, quizás más por razones coyunturales que estructurales, pero que, sin duda, pueden tener consecuencias temibles.
LAS RELACIONES CON EL GOBIERNO DE ORBÁN
Por otro lado, la posibilidad de que una franja ultraconservadora divida a Europa tanto geográfica como ideológicamente acecha más que nunca. Y esta sí que es una realidad a la que atenerse. El gobierno de Orbán ha comenzado ya ha comprometer la unidad política de la UE tratando de desprenderse del Pacto de Asilo y Migración propuesto hace poco más de un año. Además, acaban de llamarlo al Tribunal de Justicia, ya que su nueva ley de soberanía para evitar injerencias extranjeras viola determinados derechos de la Unión. Por parte de Giorgia Meloni la aproximación a Europa es tímida todavía, debilitada e irritada, la comisión cuenta con un vicepresidente de su partido y todo será ver como reaccionan las instituciones europeas a esta terna de países con líderes de cierta excentricidad ideológica.
Pero ¿hasta qué punto se puede entender esto como una suerte de nuevo imperio Austro-Húngaro?
Kikl no ha dudado en aseverar que, aunque no gobernará, la oposición será el instrumento para transformar Austria, transformarla precisamente, a la Húngara. Así, con la pretensión de conseguir la presidencia del Parlamento, no tiene miedo de clausurar su país, como ha dicho explícitamente: convertir Austria en una fortaleza contra los inmigrantes. Aprovechando su posición de fuerza, parece que va a tratar de Orbanizar su país –término acuñado por la periodista experta en asuntos europeos: Aurora Mínguez–. Combatir la “dictadura del clima” o gestionar las “reemigraciones” de inmigrantes ilegales son sus bazas más potentes para cerrar el ciclo de elecciones que ha acabado dándolo por vencedor.