La Inteligencia Artificial desafía nuestras formas de expresión y mengua las fronteras de nuestra conciencia
No hace más de un mes que entró en vigor la primera ley de la Unión Europea en relación a la inteligencia artificial y, específicamente, a sus fronteras de uso. Una ley que manifiesta la pretensión de proteger los derechos fundamentales de las personas y que desde el 1 de agosto trata de demostrar su necesaria naturaleza Lo cierto es que son múltiples los casos en que, previos a la efectividad de la legislación, la IA salía indemne de malversaciones de identidad, casos de prejuicio y discriminación, desprotección de la privacidad… y demás irregularidades en las que esta nueva forma de relación con el lenguaje y el mundo se nos muestra perturbadora. No obstante, más allá de la normativa y su cumplimiento, el debate se extiende por la atmósfera socio-política, buscando respuestas alrededor de la gama de posibilidades que la IA ofrece.
¿HASTA DÓNDE LLEGA?
Siendo amplias sus posibilidades, así lo son también las capacidades, sin embargo y muy probablemente por suerte, existen límites forzosos que no puede superar. La disposición de su actividad está mayormente compuesta por patrones de imitación de la lógica y, en determinados casos, puede reconocerse una cierta reproducción conductual. No obstante, el completo de sus formas de comunicación o de sus herramientas de producción están impuestas por reglas elaboradas con anterioridad. Lo interesante de esto es la impericia que denota. El hecho de que su integridad penda de la imposición de unas reglas concretas la hace ser partícipe, parte de, integrante de un sistema mayor, pero no la dota de independencia. Cualquier análisis filológico, por somero que sea, puede distinguir cosa tal: la etimología latina de “artificial” nos remite a “artis” (arte) y “facere” (hacer). Se opone entonces a “natural”, que es aquello que, se supone, no tiene artífice, a no ser los progenitores (el propio humano en este caso) o un presunto –si en el se cree– Dios. De modo que lo “artificial” tiene que ver con un “artificium”, pero también, por tanto, con el “arte” con que lo produce. Nótese, en definitiva, el cariz de ser algo producido, el cariz de ser dependiente de su productor.
Probablemente el miedo que infunde su potencial decrezca en tanto que la comprensión sobre ello aumenta y entender que nosotros no somos sus progenitores solamente, sino que también hacemos de galibo y de referencia para la IA, aminore el temor hacia ello. De todos modos, un próximo evento en el avance de esta comprensión radica en dar cuenta de que la aproximación que pudiera tener a la conciencia de su Dios es meramente asintótica. Pero ¿cuál es, entonces, la diferencia a la práctica entre la inteligencia producida y la natural, entre la Inteligencia Artificial y la humana? El verdadero problema de ser una inteligencia producida es que la única forma de operar es a través de la imitación. Esto ya se ha dicho. Pero hay que observar, más allá: que la imitación funciona solamente relativa a sus referencias. En un sistema lógico, por ejemplo, de lenguaje y referencia, el robot o chat-bot de turno podrá operar con el lenguaje y sus reglas enseñadas, con las referencias e incluso –en los casos en que se le haya enseñado– dentro de la propia lógica entre lenguaje y referencias. Lo que nunca podrá conocer el robot es la distancia que hay entre el lenguaje y la referencia, la pura realidad. Y por tanto así, jamás tendrá la capacidad de formar nuevas relaciones de conexión lenguaje-referencia; es decir, un chat-bot no puede forjar nuevas metáforas ni –aún comprendiéndolas o imitándolas– crear nuevas ironías. Siquiera sabrá que tras de la referencia hay una realidad legisladora de esas reglas que conoce, que tras de la metáfora hay una intuición y una comprensión de la estética, no solamente una consecución lógica. La presunta conciencia del robot no es más que la forma de la misma, inmaterialmente la forma, insustancialmente la forma y no más. Es hueca, pues no tiene capacidad de experiencia sensible.
PERO ¿ES INOFENSIVA?
No en vano ha sido sacado a colación todo ello, sino que el discurso debe articularse a través de la práctica legislativa. Pues realmente, si bien la IA no tiene una capacidad creativa como tal, sus posibilidades pueden ser muy dañinas para la integridad de los derechos fundamentales. Los riesgos vienen sobre todo en materia de suplantación de la identidad, mediante los llamados deepfakes. El deepfake es el fenómeno producido mediante la generación de audios o imágenes animadas que emulan las características propias de un tercero. En este sentido el miedo es comprensible y la justicia obligada. Así lo hizo pues la UE centrándose primeramente en los sistemas de riesgo específico de transparencia, los cuales deben informar claramente a los usuarios que están interactuando con una IA y ser etiquetados adecuadamente.
Otro de los puntos clave de esta ley, cuyo eco sonaba ayer en el Convenio Marco del Consejo de Europa sobre Inteligencia Artificial, es su carácter vocativo o apelativo –incluso acusatorio si se quiere–, que pretende indicar la utilización de esta herramienta sin castrarla. Pues en este terreno, dicho ha sido en líneas previas, a lo que hay que temer es al uso del artilugio y no a su extensión vital. El clásico pavor a la vida artificial por adoptar nuestras conductas de voluntariedad, intencionalidad y, o capacidad de juicio es absurdo. La jurisdicción ha de limitarse a regir en lo verdaderamente riesgoso que conlleva el producto, mas es primordial que el campo se desarrolle todo lo posible. Y es que pareciera que la IA, en sentido existencial no da pa’ más –descrito en plata–, lo que sí que da es nuestra imaginación, ya sea para maldades, como para bondades.