Alberto Barciela
Periodista y vicepresidente de EditoRed
Sobreactuada y mística, España, tierra alegre, acostumbra a ser el peor de sus espejos y las más exagerada de sus heridas. Endogámica, pluricultural y latina, la piel de toro se extiende en sus diferencias, se humilla con frecuencia y lamenta su propio ser, cuando lo cierto es que en su variada riqueza histórica, cultural, geográfica o económica, tiene uno de su mayores tesoros, en el que la situó entre los grandes imperios y hoy entre las naciones principales de una Europa, enclaustrada también en sus propios complejos, compleja en su continentalidad, pero esencial eje mundial.
Más allá de sus tópicos, la España real, también monárquica, se atisba en su esencias: libertad, franqueza, carácter férreo, expresividad, todo enmarcado en un profundo sentido de pertenencia a un territorio, a una Historia, a un modo peculiar y latino de ser y entender la vida, desde el respeto a la diferencia, la indiferencia frente a la petulancia, y el deseo de trabajar para vivir con tiempo para divertirse. Dicen que somos orgullosos y envidiosos, por eso añaden desconfiados, porque en realidad quién no recela de quien le adjetiva tan torpe como trivial o manidamente. Las explicaciones las damos a la hora de la siesta. Y algo tendremos muy positivo cuando millones de turistas tratan de imitar el modelo de vida hispano mientras disfrutan de costa e interior, los monumentos, museos y, también, de las terrazas de los bares y tabernas, de la gastronomía incomparable, de la buena cerveza y de los mejores vinos, y todo bajo el sol, a precios muy competitivos.
Somos humildes, pero grandes, muy grandes como pueblo. Lo somos muy en especial cuando debemos unirnos ante la adversidad, o en la distancia del terruño. En lo próximo podemos ser exagerados, viscerales y muy pasionales, en la discusión o en el debate, pero en el fondo prevalece el ser fruto de una genética plagada de mezclas, convivires y afectos. Todo lo arregla una buena comida compartida y prolongada. Como anfitriones nadie nos gana, somos los mejores.
España y sus hijos somos así: desorbitados en la fiesta, en la alegría, en la celebración. Bullangueros de capa y espada, carnavalescos y espirituales, rezadores y cantantes, y muy dados a la ironía, al sarcasmo y al piropo, que cuando alguien nos gusta nos gusta más que levantarnos tarde. En la corrida taurina o en contra de los toros siempre sabemos dónde está el maestro aunque no sepamos quién es el que torea y, por unánime decisión, en este país de Dios, incluso para los ateos, no hay pobre que no quepa en la mesa.
De todo lo dicho e incluso de lo callado, por prudencia o falta de espacio, han dado buena cuenta Carlos Alcaraz o la Selección Española de Fútbol. Esfuerzo, preparación, concentración, perseverancia, y juego limpio, inconmensurables; orgullo sí, carácter todo, pero de humildad y saber ganar, de respeto hacia los rivales, han dado el mejor ejemplo, y esto último no se entrena, va en el carácter de los pupilos de Juan Carlos Ferrero y Luis de la Fuente.
Dije que dicen que los españoles somos orgullosos, no lo somos, lo estamos, tenemos buenas razones para hablar de integración, juventud, unidad y éxito, y todo eso presupone una esperanza de que establecido el horizonte hemos de saber seguir la ruta y llevar por ella a las nuevas y valiosas generaciones. Ahora saben los otros a quienes han de envidiar. Que aprovechen para aprender.
Por nuestra parte, es el justo momento para establecer una estrategia internacional de marca país, como nación muy española, muy ibérica, muy europea, muy latinoamericana, muy global. Plus ultra («Más allá» en latín) es el lema oficial de España. Todo queda dicho en nuestro escudo.
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