José Antonio Gurpegui
Director del Instituto Franklin-UAH
Este artículo ha sido publicado originalmente en Diálogo Atlántico del Instituto Franklin
Desde el 30 de marzo de 1981, cuando el presidente Ronald Reagan sufrió un atentado en Washington, no se había producido en los Estados Unidos un intento de magnicidio similar al acontecido el pasado sábado por el expresidente y candidato republicano in pectore Donald Trump.
Paradójicamente, quien intentó terminar con la vida del candidato era un joven de 20 años que se había registrado como votante republicano para los comicios del próximo mes de noviembre. Más allá de esta anecdótica particularidad, el suceso ocurre en un momento ciertamente singular en plena campaña electoral y cuando la candidatura del actual presidente Biden está siendo más que cuestionada en las filas demócratas. Lo que sí resulta más trascendental que una simple anécdota son las consecuencias que tal disrupción tendrá en la campaña.
Para los incondicionales de Trump, los acontecimientos de Butler, Pensilvania, representan la prueba definitiva de cuanto su candidato venía denunciando, desde el robo sufrido en los anteriores comicios hasta la persecución a la que jueces y medios de comunicación le tienen sometido. Tal es así que incluso algún senador pide al fiscal de Pensilvania, responsable del proceso judicial que ahora se inicia, que incluya al presidente Biden en el procedimiento, a quien se acusa de instigar este tipo de actuaciones. Incluso Melania Trump, totalmente desaparecida hasta el atentado, culpa a la “máquina política inhumana” del fallido intento de asesinato. En cualquier caso, Donald Trump ha pasado de víctima a héroe para el ciudadano medio norteamericano. Su imagen con la cara ensangrentada —el poder mediático de la sangre es infinito—, el gesto crispado, el puño en alto, rodeado por el servicio de seguridad para proteger su vida, y la bandera norteamericana ondeando al viento le confieren un halo de heroicidad que ni el más avezado publicista hubiera logrado en el mejor de sus montajes.
Los mensajes de apoyo y solidaridad, remitidos por políticos de todo tipo y condición, llegan de los cuatro puntos cardinales. En estas circunstancias no son pocos los medios de comunicación que aventuran una indiscutible victoria de Trump en la elección del próximo 5 de noviembre. No les faltan motivos ni argumentario para tal apuesta. El debate presidencial del pasado junio había colocado al pretendiente republicano muy por encima del actual presidente tanto en intención de voto popular como en los estados claves de Pensilvania, Georgia, Michigan, Wisconsin, Nevada y Arizona, que será donde se decida el vencedor. El empate técnico entre ambos contendientes en fechas anteriores al debate se rompió a favor de Trump con ventajas incluso superiores a los 6 puntos en alguno de los estados referidos.
Argumentaba la republicana Nikky Haley en las primarias de su partido que Trump era el único republicano a quien podía ganar el demócrata Biden. Tal vez estaba en lo cierto, pero en apenas dos semanas el sentido de su axioma adquiere una lectura radicalmente distinta: Biden es el seguro perdedor demócrata frente a Trump.
Los demócratas, que ya presionaban al presidente tras la referida comparecencia televisiva para forzar su renuncia, tienen ahora argumentos de verdadera enjundia si las encuestas, como es previsible, confieren al republicano una ventaja que se antoje insalvable. Desde mi punto de vista, la insistencia de Biden en su convencida determinación de presentarse como candidato demócrata tenía más de estratagema que de empecinamiento, como algunos lo calificaron, hasta encontrar la persona adecuada para sustituirle. Renunciar sin disponer de un/a candidato/a de consenso se traduciría, no tengo duda, en un suicidio electoral.
La alternativa bien pudiera ser Kamala Harris. Durante los cuatro años de administración Biden, el papel de la vicepresidenta ha sido más que secundario y las valoraciones en las encuestas no la convertían precisamente en una candidata imbatible. Sin embargo, en las actuales circunstancias, puede ser la única opción disponible para los demócratas. En las dos comparecencias televisivas de Biden en las últimas 24 horas llama poderosamente la atención que en la primera estaba solo; la segunda, sin embargo, tuvo lugar en el Despacho Oval y estuvo acompañado por la vicepresidenta Harris a su derecha. La lectura resulta obvia.
¿Tienen tiempo los demócratas de presentar un/a nuevo/a candidato/a? Si es así, lo será hasta el próximo 19 de agosto, cuando celebren su convención nacional en Chicago. Esa fecha marcará el punto de no retorno.