Las soluciones no provienen de la migración sino de la vuelta a un modelo social y cultural que prime el ahorro sobre el consumo.
por González Barcos
Cada día más desabrigada por las pensiones, la tercera edad europea sufre la inestable base que nuestra baja tasa de natalidad está dejando en la pirámide demográfica. Se presume del esquema estadístico de demografía ser lo más análogo posible a la figura de un triángulo equilátero, cuando lo que realmente sucede es la deformación nada menos que al romboide. Las personas de edad adulta halladas al ecuador del gráfico -es decir, aquellas que rondan entre los 45 y los 55 años- portan el número más significativo de personas activas, así en mujeres como en hombres; mientras que los neonatos se reducen año tras año, sin ánimo de bascular hacia sus extremos. Estudios de la propia Unión Europea revelan que la natalidad se ha reducido desde los 50 nacimientos menos hasta los 300 mil recién nacidos menos en más de diez países y no llegan a ser cinco los que superan o mantienen los datos de años anteriores.
Parece evidente que abastecer a un primogénito o a más de un descendiente supone unas demandas económicas relativamente elevadas, siempre respecto a la cantidad de desembolsos que se tuvieran anteriormente; es decir, que un hijo siempre suma gastos, o bien resta consumo propio. Criar a un niño es, en definitiva, una decisión de alto valor económico y para la que se requiere un gran sentido del altruismo. No parece que esto preocupará tanto a los que fueron nuestros abuelos o bisabuelos, mas hoy sin embargo, la decisión de tener un hijo pone a todo adulto con edad -y contexto- de concepción en un brete. Paradójicamente, son los países más desarrollados y, si puede decirse de tal forma ‘ricos’ los que mantienen una menor tasa de natalidad desde finales de los años 70 hasta hoy. Y si los países de la Unión Europea o los EE.UU. representan el descenso y la decadencia de la maternidad, los partos no cesan en su aumento allá por las regiones más pobres como la África subsahariana o los territorios menos prósperos de Asia. Las razones pueden estar detrás de la carencia de métodos anticonceptivos, y probablemente esto tenga cierta culpa, no obstante, lo considero un argumento liviano para enfrentar la voluntad de las personas de si tener o no tener sucesores.
Es capital reconocer entonces que las sociedades más ricas no son solamente las más capacitadas económicamente sino las más exigidas en este mismo aspecto. Véase, que las familias de estas sociedades tienen que renunciar a mucho más consumo propio que aquellas con menor capacidad de peculio efectivo. No son más gastos, sino menor espacio de consumo, menor disposición para el ocio, menor solvencia domiciliaria y un largo etcétera de negaciones que los padres tienen que aceptar por mor de una crianza completa de los vástagos. Asimismo, se sospecha de la pareja que decida concebir, la atemorizadora secuela de perder el hilo en su carrera laboral. Normalmente son las madres quienes renuncian a sus trabajos o al orgánico desarrollo de los mismos, aunque cada vez es mayor la sombra que persigue a los varones por esta temible consecuencia.
Es ahí donde radica la verdadera duda del progenitor: hasta dónde dejar de ser, hasta dónde dejar de consumir. En las regiones foráneas al vergel de capital y al dispendio en el que vivimos no existe preocupación tal. No hay forma en que sus vidas personales puedan ser perjudicadas por la vida potencial de un bebé. Nuestros abuelos, por su parte, no concebían sino la herramienta básica del capitalismo para medrar: el ahorro. Nuestras generaciones -y en estas hablo de la mía, mi anterior y mi contigua- han olvidado el valor del ahorro y se han arrojado de testa al líquido consumo, a la individuación que la actividad de adquirir, que la propiedad te exige. No pretendo bautizar de individualista a nuestra generación, ni de egoísta si quiera; no es más que una distinción entre generaciones, que ahorran y generaciones que gastan; entre capitalistas y consumistas.
LA INMIGRACIÓN
Se plantea así, y de un tiempo a esta parte, si la inmigración puede ser solvente a la hora de solucionar el problema que genera el descenso en cifras de natalidad en nuestro sistema de pensiones. Si los extranjeros, en busca de mejores condiciones vitales pueden cubrir el cráter o los flecos que está dejando nuestra negligente situación demográfica. Hay que escindir completamente antes de someter a análisis esta problemática demarcación la inmigración por necesidad -del emigrante- de la inmigración por necesidad económica o laboral del país de recepción; es decir, del que acoge la masa social migratoria. Tras los ambages espero que se deduzca que hablamos del segundo caso. Este segundo caso, el que requiere de mano de obra ajena para auspiciar económicamente nuestros desajustes, es el que se plantea como solución demográfica desde las instituciones europeas.
Pero hay que preguntarse primeramente, ¿cúal es el espacio laboral que queda libre para el sujeto emigrante? Del año 2000 al 2021 los datos de educación terciaria entre los 25 y los 34 años en España ha crecido del 34 al 49%. El grueso de la sociedad nativa en España trabaja o pretende trabajar en escenarios que excluyan la manufactura, los procesos fabriles tediosos o las condiciones precarias. Ese es el espacio que le dejamos a los presuntos salvadores y guardianes de nuestra futura sociedad. Un espacio que no los valora tanto social como laboralmente. Un espacio que hace insignificante, sino meramente eficiente y ventajosa su presencia entre nosotros. Un espacio, que seamos honestos, no dignifica los valores humanos en su totalidad. Permitir que el extranjero sea reconocido por el agente oriundo como sencilla mano de obra es ir al unísono con una concepción poco integradora y resistente a la inmigración, que no incentiva otra cosa que una colectividad disgregada. Una suma de personas, una suma de unos tras otros, una suma de simples cifras.
Vista la incapacidad del enfoque previamente comentado considero con mayor potencial a una Europa responsable. Que vuelva a creer en el ahorro como herramienta primaria para el desarrollo estructural de sus sociedades. Que integre a la inmigración, desde solvencia y no desde el apuro, pero que considere porción elemental de sus vidas la concepción y el suministro, la administración de los bienes y la inversión en los suyos.